Cada uno puede pensar lo que quiera, podríamos pensar si quisiéramos, y a partir de ahí respetar más o menos el pensamiento de cada uno, o por lo menos a la persona que piensa, pero hay ocasiones y comportamientos en el periodismo actual en los que resulta complicado respetar tanto al que piensa como lo que piensa, o lo que hace en vez de pensar. Sin duda podrían ponerse muchos ejemplos ilustrativos que podrían encontrarse en cualquier campo ideológico, pero en esta ocasión le ha salido el boleto ganador a Antonio Papell, habitual contertulio de TVE. Habrá quien piense maliciosamente que no es casualidad que este sea ahora el perfil de los contertulios de TVE, o por lo menos el perfil al que han tenido que amoldarse los contertulios para seguir en TVE.
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Todos hemos visto como los líderes del PSOE juraban y perjuraban antes de las últimas elecciones que con Bildu jamás. ¿Hay algo peor que pactar con Bildu? Pues pactar con Bildu después de asegurar que no lo harías. Eso añade la mentira a la indignidad.
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De todos modos alguien podría pensar que resulta muy ingenuo creer que los políticos dicen la verdad, y seguramente tendría razón, tal vez por ello llama más la atención el digodieguismo practicado por un periodista que por un político. En realidad esta vendría a ser la dramática realidad sobre la que quiere poner el foco este escrito, que ya también resulta muy ingenuo pensar que los que ejercen el periodismo dicen la verdad.
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En el caso de Antonio Papell, resulta evidente que donde ayer decía beltz (negro) hoy dice txuri (blanco) hablando de Bildu, pero lo más preocupante no es que un opinador de la televisión pública practique el travestismo opinativo, sino que lo haga a toque de corneta, siguiendo a su vez los giros y travestismos del partido en el gobierno.
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Volviendo al principio uno puede pensar blanco o puede pensar negro, incluso puede cambiar de opinión al respecto, lo que no tiene un pase es repetir como una cacatúa gubernamental blanco si dice blanco el gobierno. Eso no es un periodista, es un lacayo. Pensar una cosa u otra quizá se pueda respetar. Cambiar de opinión también se puede respetar. Mentir, no. Ser un lacayo, no.
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A decir verdad estábamos acostumbrados a que los políticos mintieran de forma más o menos sistemática pero nunca debimos habernos acostumbrado a tal cosa. Nunca debimos aceptarlo con normalidad. Después de aceptar con normalidad que los políticos mintieran aceptamos con naturalidad que los periodistas también mintieran, y que lo hicieran convirtiéndose en lacayos de los políticos. ¿A quién le importa lo que opine un lacayo? Basta con saber lo que opina su señor.
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A lo que nos faltaba por acostumbrarnos es a que las televisiones públicas, que nos cuestan cientos de millones de euros al año, se conviertan en un escaparate de los lacayos de los políticos. ¿Dónde está el límite? ¿En qué punto nos rebelaremos o a que punto llegaremos si no nos rebelamos? ¿En qué nos convertimos cuando el periodismo que consumimos es un Papell?
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