Durante el último año, nuestra forma de vida ha cambiado radicalmente. A muchos nos resulta distópico transitar por las calles y ver a todo el mundo embozado, no saber si acercarte o no a una persona para saludarla, darle el codo en vez de la mano o simplemente realizar una ligera inclinación con la mano en el pecho. El contacto físico, más aún en la cultura occidental, ha sido siempre una constante entre conocidos, y ahora está en peligro. Dadas las circunstancias extraordinarias en las que nos encontramos, nuestros gobernantes han decidido anteponer nuestra “supuesta” seguridad a nuestra libertad, y digo “supuesta” porque ninguno podemos saber con certeza hasta qué punto están siendo efectivas estas medidas. No cabe duda de que la seguridad ha sido impuesta como una máxima y que la libertad ha quedado subordinada a ella. En tal caso, debemos plantearnos la siguiente cuestión: ¿Es esto legítimo?
Sobre la soberanía individual y el sujeto de derecho
En primer lugar, cabe plantearse la cuestión de qué o quién es el ser soberano del marco político y jurídico de actuación, para así poder desentrañar cuáles deberán ser sus pilares. Los atributos de libertad o seguridad cambian mucho dependiendo de si nos referimos a un individuo o a un colectivo, ya que los puntos de vista resultantes son muy diferentes. En el estudio de las ciencias sociales existen distintos métodos para estudiar el comportamiento humano; sin embargo, el que mejor se adapta al análisis de la acción humana es el individualismo metodológico, que sostiene que los fenómenos sociales son explicables a partir de un elemento individual: la persona. Parte de la premisa de que los colectivos no son entes cuya acción pueda ser analizada, puesto que carecen de sentido ontológico: no son nada por sí solos, no tienen materia, no pueden sentir, no tienen voluntad propia, sino que son la suma de un conjunto de sujetos individuales que sí tienen existencia ontológica.
Como explicó Ludwig von Mises en su tratado de economía, La acción humana, la colectividad está integrada por actuaciones concretas individuales. El estudio de la acción humana a partir del colectivismo tropieza con un obstáculo insalvable: el individuo puede pertenecer simultáneamente, y de hecho pertenece, a varias agrupaciones distintas (la familia, la iglesia, la nación, el Estado).1 A este respecto, cabe añadir que la persona es la unidad más pequeña capaz de tomar decisiones conscientemente, es decir, de pensar. No podemos considerar que la célula o el átomo puedan ser sujetos de derecho, ya que no tienen capacidad reflexiva y, por ende, de elección. El pensamiento es un fenómeno emergente del individuo, ya que surge de la interacción de diversos procesos neuronales irreducibles a sus componentes biológicos.
El individualismo metodológico, lejos de tratar al sujeto como un ser completamente aislado no influido por sus semejantes, da una visión más precisa sobre el estudio del comportamiento humano y, con ello, sobre la naturaleza del comportamiento de las sociedades. Mises fue muy tajante respecto a la desvirtuación que sufría dicho método al ser comparado con el atomismo social, ya que, precisamente por tratarse de un ser social, “el hombre es inconcebible como un ser aislado, porque la humanidad no existe sino como fenómeno social, y el hombre ha superado la etapa de la animalidad en la medida en que la cooperación ha estrechado los lazos sociales entre los individuos. La evolución del animal humano a la persona humana se ha efectuado mediante la cooperación social y sólo mediante la cooperación social”2.
Con todo lo expuesto hasta ahora, la conclusión es que el sujeto de derecho que se tomará en cuenta será el individuo, no la célula o el colectivo en su totalidad. Por tanto, a partir de la libertad individual se podría evaluar la existencia de la libertad colectiva, pero no a la inversa., ya que el primer nivel de libertad reside en el individuo, a partir del cual emerge la libertad colectiva, cuyas primeras manifestaciones aparecen en la democracia ateniense. Como bien enuncia Mikhail Bakunin, uno de los principales ideólogos del anarquismo: “La libertad de cada uno necesariamente asume la libertad de todos, y la libertad de todos no llegará a ser posible sin la libertad de cada uno… No hay libertad real sin igualdad, no sólo de derechos sino en la realidad. Libertad en igualdad, ahí está la justicia”3. Defendiendo la libertad individual, cada cual podrá desarrollar su proyecto de vida acorde con sus aspiraciones. En tanto que las personas son seres heterogéneos y per se tienen objetivos distintos, intentan alcanzarlos a través de la cooperación y la competición entre ellas, dando lugar así al nacimiento de las sociedades. «El hombre es un ser social por naturaleza»4 decía Aristóteles.
A lo largo de la historia, se han sucedido distintos modelos de organización de la sociedad marcados por la coacción de unas personas sobre otras, tradicionalmente mediante la fuerza. Con el nacimiento de las primeras civilizaciones surgen los primeros modelos de organización coercitivos legitimados, los estados prístinos, seguidos de las ciudades-estado, entre ellas la democracia ateniense. Posteriormente, estas ciudades dieron paso a organizaciones más complejas tales como el Imperio romano, con cuya posterior caída en Occidente se instauraron las distintas monarquías europeas, que empezaron a colapsar con la Revolución Francesa, dando lugar al nacimiento de los Estados-nación. Con ellos, la soberanía real es sustituida por la soberanía nacional: el poder reside entonces en el pueblo, encarnado por el Estado. El igualitarismo político promovido en la era revolucionaria fue causa de la colisión de dos ideas: la soberanía del pueblo con los derechos del ciudadano.
El Estado como ente protector, conocido como Estado de Bienestar, surgió tras la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad su objetivo es resolver el conflicto entre liberales y socialdemócratas, buscando el equilibro entre la libertad personal y el intervencionismo que vela por la igualdad. Para incrementar el bienestar socioeconómico, el Estado se vale de mecanismos de redistribución de renta, maximizando la seguridad de algunos en perjuicio de la libertad de otros. La cuestión entonces es: ¿cuál es el justo medio aristotélico entre libertad y seguridad?
Libertad personal
La libertad puede entenderse al menos de dos maneras: como un derecho negativo o como un derecho positivo. El que sea un derecho negativo implica lo que la teoría libertaria define como el axioma fundamental, llamado “principio de no agresión”. El individuo tiene derecho a que terceros no interfieran en su vida, cediéndole así la entera legitimidad para desarrollarse dentro de su propiedad (aquello que le pertenece: su cuerpo, sus bienes, etc). Se trata de un derecho negativo porque implica la no actuación por parte de terceras personas, es decir, la abstención. Si se le reconoce a A el derecho de libertad negativo, A podrá hacer x dentro de su propiedad y B tendrá que mantenerse al margen, siempre y cuando x no intervenga contra su libertad5. Por ejemplo, dentro de tu casa tienes derecho a reunirte con quien quieras y tu vecino no tiene legitimidad para impedírtelo, ya que estás ejerciendo tu entero derecho de propiedad sin agredir la suya.
Sin embargo, la libertad entendida como un derecho positivo conlleva una obligación positiva o la negación de un derecho negativo sobre otra persona. Si A tiene un derecho positivo que implica que B tiene que hacer x, B pierde su derecho negativo a que A no le exija hacer x6. Un claro ejemplo de libertad en forma de derecho positivo es el uso de la mascarilla. Tanto desde las autoridades sanitarias como desde los medios de comunicación se ha insistido de forma persistente en que debemos usar la mascarilla para no sólo protegernos a nosotros mismos, sino también para proteger a los demás de nosotros. En definitiva, para preservar la seguridad del prójimo. El derecho de los demás a protegerse de nosotros implica una obligación positiva sobre nosotros, que debemos hacer uso obligatorio de este dispositivo de protección de acuerdo o no con nuestra voluntad. Esta comparativa no pretende calificar a aquel que no quiere usar mascarilla de egoísta, sino de ilustrar formalmente cómo se suprimen las libertades de unos para satisfacer las necesidades de otros. De hecho, este ejemplo también nos puede servir para concienciarnos de que ni siquiera tenemos sobre nuestro propio cuerpo, a pesar de ser nuestra propiedad privada7, pleno derecho de uso y disfrute.
En resumen, la libertad negativa se entiende como “libertad de” realizar una acción en tanto que soy libre de llevarla a cabo sin que nadie me ponga impedimentos, mientras que la libertad positiva se entiende como “libertad para” alcanzar mis objetivos teniendo a mi disposición los medios necesarios, aun requiriendo una obligación sobre otros. Es por esto último por lo que la libertad positiva cae en contradicciones: no podemos asegurarla para todos los individuos ya que, en muchas ocasiones, los intereses de unos y otros chocarán y serán incompatibles. De entender la libertad como un derecho negativo se puede asegurar la neutralidad para cada sujeto, porque no primará el derecho de unos sobre otros; mientras que de entenderla como un derecho positivo implicará priorizar las preferencias de unos sobre las de otros, por ejemplo, procurando preservar la seguridad civil: he aquí la formalización de otra disyuntiva a la que nos enfrentamos.
Seguridad y bienestar
Se define seguridad como la ausencia de peligro o riesgo, aplicándose en diferentes ámbitos: seguridad ciudadana, seguridad jurídica, seguridad económica… Es un bien que la mayoría considera básico e imprescindible para la mera subsistencia. De hecho, el psicólogo Abraham Maslow sitúa la seguridad en el segundo nivel de su pirámide de las necesidades. En nuestras sociedades está salvaguardada por distintas instituciones. La defensa y la justicia son probablemente los sistemas más evidentes al pensar en la seguridad, pero sentirse seguro también implica vivir con una sensación de cierta estabilidad económica, es decir, tener una fuente de ingresos más o menos fija que cubra nuestros gastos, sensación que los trabajadores adquieren verbigracia a través de contratos indefinidos con sus empresas.
El Estado ha sido tradicionalmente el encargado de proveer este bien a la ciudadanía. No obstante, la seguridad no deja de ser un bien subjetivo8, por lo que no es susceptible de ser administrado arbitrariamente por burócratas, sino que debe ser cada individuo quien decida de cuánta seguridad desea disponer. No es incompatible con la libertad, ya que en un marco político libre cada cual sería responsable de administrar la seguridad que quiere para sí sin interferir en la del resto. Por ejemplo, si A decide no abandonar su domicilio para protegerse del posible contagio de la Covid-19, está haciendo ejercicio de su libertad sin coartar la de B, que prefiere salir en vez de confinarse. ¿Por qué esto no es así? ¿Por qué B está obligado a permanecer en su domicilio en contra de su voluntad? ¿Por qué la seguridad de A necesariamente suprime la libertad de B?
El miedo
El miedo es el origen del discurso que exige seguridad con vehemencia. Nos hace sentirnos expuestos, desprotegidos, pero al fin y al cabo no deja de ser un instinto de los más primarios del ser humano que, en muchas ocasiones, ni siquiera responde a criterios racionales. En estos meses se ha demostrado cómo muchos están dispuestos a renunciar enteramente a su libertad con tal de sentirse a salvo, lo cual los hace débiles y manipulables: “Otra forma de dominación indirecta es el miedo, y el temor que se inculca a las poblaciones sobre alguna amenaza que presuntamente se cierne sobre ellas. Si bien puede ser real, se magnifica hasta tal extremo que los ciudadanos se someten voluntariamente a los deseos de quienes los manejan como títeres. El grado de perfección se alcanza cuando es la misma ciudadanía la que -más allá de aceptar con sumisión las normas y medidas que se le imponen y una vez convencida del peligro inminente- solicita mansamente su aplicación, incluso con tenaz insistencia”9.
Durante los años más duros de la Guerra Fría, en la década de los 50, el gobierno estadounidense aprovechó la amenaza de una Guerra Nuclear para emprender una “caza de brujas» contra literatos, actores y cineastas, acusándolos de comunistas. En las Revoluciones Francesa y Rusa los sucesivos gobiernos no tuvieron inconveniente en limitar la libertad para proteger al pueblo de los contrarrevolucionarios. En el año 2001, después de los atentados de las Torres Gemelas el 11 de Septiembre, se vivió en el mundo una psicosis semejante a la actual, avivada en la última década con los atentados televisados del Estado Islámico, como el de la revista francesa Charlie Hebdó. En todos estos ejemplos, los gobiernos se sirven del miedo generalizado para justificar el control absoluto sobre la población.
Actualmente, el pueblo, atemorizado, permite al Estado imponer la seguridad en pro de la salud. En cierto modo, la situación recuerda a la obra Un Mundo Feliz de Aldous Huxley publicada en 1932 que, en palabras de la poeta canadiense Margaret Atwood, “retrata una utopía perfecta o su horrendo opuesto, una distopía: sus hermosos habitantes viven seguros y libres de enfermedades, pero de un modo inaceptable para nosotros”. Quizá en su fecha de publicación a muchos les debió parecer una novela de ciencia ficción pura e inconcebible en la vida real; probablemente se sorprenderían de cómo se asemeja el mundo actual al mundo feliz de Huxley.
El Hermano Mayor
No es casualidad que los regímenes más totalitarios, aquellos que han eliminado por completo las libertades de sus ciudadanos, hayan adoptado siempre una postura paternalista y protectora sobre el individuo. En su obra El Príncipe, Maquiavelo propugna que el poder del Estado está por encima de todo, hasta el punto de que en una situación límite el gobierno puede recurrir de manera legítima a la crueldad y al engaño. De ser esto así, el Estado podría pasar por encima de sus propias leyes con tal de defenderse. Y mientras, yo me pregunto: ¿por qué puede disponer de nuestra vida sin ninguna limitación? ¿Acaso es más importante mantener la existencia del Estado en detrimento de la propia vida y libertad de las personas?
En la época de Huxley, durante la primera mitad del siglo XX, el género de las distopías anexionado al anarquismo cobró especial importancia entre los literatos anglosajones, entre los que se encuentra George Orwell y su obra 1984. En ella, Orwell describe un Nuevo Orden Mundial distópico en el que los ciudadanos viven constantemente vigilados. Se suprime el pensamiento individual y se sustituye por el colectivo gracias, entre otras cosas, a la neolengua. A través de ella, se puede alterar el pensamiento, ya que si una palabra no existe, no la puedes pensar y, por tanto, la idea no puede aparecer en tu mente. La policía del pensamiento se encarga de exterminar a todo aquel contrario al régimen en el que, aparentemente, todos viven felices. El Hermano Mayor vela por la seguridad de los ciudadanos; los cuida.
Conclusiones
Encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y seguridad teniendo en cuenta el importante papel que juega el Estado no es una tarea sencilla. Para unos, la libertad individual debe ser una máxima sobre la que construir el resto de valores; para otros, la seguridad tiene mayor importancia en tanto que sin ella la persona no cubre esta necesidad maslowiana. En palabras del propio Spinoza, que busca encontrar un consenso entre ambos valores, “El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo”10. Tiene una perspectiva hobbesiana sobre el estado de naturaleza: piensa que de no existir el Estado, imperaría el caos, “la ley de la selva”. Pero de existir un Estado tampoco podemos perder de vista que, como dijo Lord Acton, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”11.
Los toques de queda, las prohibiciones del derecho de reunión, la prohibición de la movilidad y muchos otros derechos se han violado por encontrarnos en una situación excepcional. Todo se justifica bajo la premisa de querer proteger nuestra seguridad, desapareciendo así los límites al poder. Si legitimamos cualquier acción con tal de preservar nuestra seguridad, ¿estaríamos dispuestos a quedarnos meses o incluso años sin salir de casa? Una rápida respuesta intuitiva afirmaría que este último supuesto es una locura. Sin embargo, desde un punto de vista formal no hay diferencia entre las medidas sin límite que los gobernantes nos están imponiendo a día de hoy y un encierro domiciliario permanente cuasicarcelario.
Desde la libertad negativa, la del principio de no agresión, se puede respetar que cada uno haga con su vida y su propiedad lo que le plazca, eso sí, adquiriendo una mayor esfera de responsabilidad sobre uno mismo y sus acciones, a la par que se respeta la esfera de actuación de los demás. El miedo se ha apoderado de nosotros. Hemos sucumbido a la seguridad en pro de preservar la propia vida, pero perdiendo también las características humanas que nos hacen personas libres e independientes.
De acuerdo con la ética kantiana, actuar de forma autónoma siguiendo nuestros principios morales nos hará libres; la moral garantiza que la colectividad funcione. Según el imperativo categórico, si queremos ser libres debemos obrar asumiendo que la libertad es una máxima que queremos que se convierta en ley universal12. Para Benjamin Franklin: “aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad”13, a lo que yo añado que aquellos que protejan su libertad podrán gozar tanto de libertad como de seguridad.
Notas a pie de página
[1] Véase Mises (1949): La acción humana, p. 52.
[2] Mises (1922): Socialism, p. 292.
[3] McLaughlin (2002): Mikhail Bakunin: The Philosophical Basis of His Anarchism, p.85.
[4] Aristóteles: Política, Libro I, 1252a/1253a.
[5] Véase Rallo (2019): Liberalismo, pp. 34-35.
[6] Íb 39-43.
[7] Siguiendo la ética argumentativa desarrollada por el filósofo libertario Hans-Hermann Hoppe, se designa como premisa esencial para establecer una argumentación “el reconocimiento del control mutuamente exclusivo de cada uno sobre su propio cuerpo”, demostrándose así a priori el derecho de inalienable propiedad sobre el cuerpo. – Hoppe (1993): The Economics and Ethics of Private Property, p. 342.
[8] El fundador de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, Carl Menger, presentó la teoría del valor subjetivo como opuesta a la teoría marxista del valor-trabajo. Esta teoría enuncia que el valor de los bienes viene determinado según nuestras necesidades y no en que los bienes posean un valor por sí mismos, como defiende la teoría de Karl Marx. “El valor de los bienes se fundamenta en la relación de los bienes con nuestras necesidades, no en los bienes mismos. Según varíen las circunstancias, puede modificarse también, aparecer o desaparecer el valor. Para los habitantes de un oasis, que disponen de un manantial que cubre completamente sus necesidades de agua, una cantidad de la misma no tiene ningún valor a pie de manantial. Pero si, a consecuencia de un terremoto, el manantial disminuye de pronto su caudal, hasta el punto de que ya no pueden satisfacerse plenamente las necesidades de los habitantes del oasis y la satisfacción de una necesidad concreta depende de la disposición sobre una determinada cantidad, esta última adquiriría inmediatamente valor para cada uno de los habitantes.” – Menger (1871): Principios de Economía Política, Capítulo III.
[9] Baños (2017): Así se domina el mundo, p. 170.
[10] Spinoza (1677): Ética demostrada según el orden geométrico, p. 231.
[11] Lord Acton (1907): Historical Essays and Studies, p. 504.
[12] Véase Kant (1781): Crítica de la razón práctica.
[13] Franklin (1755): Pennsylvania Assembly, p. 242.
Bibliografía
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BAÑOS, Pedro (2017), Así se domina el mundo, Barcelona: Ariel, Editorial Planeta, 2018.
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HOPPE, Hans-Hermann (1993): The Economics and Ethics of Private Property, Auburn, Alabama: Ludwig von Mises Institute, 2006.
KANT, Immanuel (1781), Crítica de la razón práctica.
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RALLO, Juan Ramón (2019), Liberalismo: Los 10 principios básicos del orden político liberal, 6ª ed, Barcelona: Deusto, Editorial Planeta, 2020.
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