Los nórdicos son una gente muy rara que pega mucho a sus mujeres, esterilizaba a los inmigrantes y se suicida bastante, pero a los que por alguna extraña razón aquí en España les atribuimos toda virtud. En los países nórdicos nadie miente. En los países nórdicos no hay corrupción. En los países nórdicos los políticos viajan en metro. Cuando un político nórdico se marcha de la política, vuelve a su vida normal y a su trabajo anterior. En realidad es improbable que los nórdicos sean tan inhumanamente estupendos. Lo que sucede es que están lejos. Es decir, puesto que entre nosotros y en nuestros alrededores vemos a los seres humanos y sus estructuras en toda su imperfección, pensamos que la perfección igual existe, pero debe existir en algún lugar muy lejano. Shangri_La o los países nórdicos, por ejemplo. Es probable que los nórdicos, a su vez, crean que la perfección se encuentra también en algún lugar muy lejano de ellos o que el universo se encuentra abocado por sus males a un alegre Ragnarok en el que se producirá una total aniquilación.
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Sirva el párrafo anterior como preámbulo al elogio que ha recibido Mariano Rajoy por volver a Santa Pola a ejercer como registrador de la propiedad, como un funcionario cualquiera sin privilegios, sin puertas giratorias y sin prebendas vitalicias. Es en este sentido que se ha dicho que tampoco es España tan detestable, que por una vez parecemos un país nórdico. O que en esto al menos Rajoy parece un político de un país nórdico.
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El relato quedaría incompleto, sin embargo, dejando de mencionar el hecho de que Rajoy, a lo largo de estos días, también ha tenido que sufrir insultos por la calle al realizar sus peculiares paseos fuera del entorno controlado monclovita. Tan es así que, en alguna ocasión, hasta se ha producido un conato de enfrentamiento entre vecinos detractores y vecinos partidarios.
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Es decir, por una vez que el político se comporta como un político nórdico, o como eso que idealizamos como político nórdico, va la gente de a pie y es ella la que demuestra que no es capaz de comportarse como las civilizadas sociedades nórdicas que idealizamos. Cuando nosotros decimos que queremos que nuestros políticos vayan en metro, es para poder partirles la cabeza e insultarlos. Adiós al espejismo nórdico. Es más, con cierta frecuencia quienes reclaman al ministro que viaje en metro y quienes abofetearían al ministro si se lo encontraran en el metro son los mismos. Exigimos que broten políticos nórdicos de una sociedad que, más que a la de los nórdicos, se parece a la de los hutus y los tutsis. Nos sobran los políticos de las puertas giratorias o los que nunca han pagado o cobrado una nómina en el mundo real, pero también y quizá más aún nos sobran los políticos que se dedican a sembrar el odio y la división. Ese civismo que reclamamos a los políticos no sólo les es exigible a los políticos. Es más, es imposible ese civismo si no lo interioriza también la propia ciudadanía con su comportamiento. No puede haber políticos nórdicos si no hay ciudadanos nórdicos. Y cuando hablamos de nórdicos como metáfora realmente hablamos de convivencia y respeto, no de esos ciudadanos del norte a los que probablemente idealizamos bastante sólo porque apenas los conocemos.