Cada 8 de marzo la sociedad occidental globalizada abraza abiertamente lo que popularmente se conoció como el “Día de la Mujer”. Lo real es que un 9 de marzo iniciaba la Revolución Bolchevique con las obreras textiles de la ciudad de Petrogrado; ellas fueron quienes se levantaron en una gran manifestación que alentó a obreros y campesinos a entrar en rebelión contra el zarismo. La convocatoria de las obreras a la huelga para exigir pan y fin de la guerra marcó un hito y un posterior relato que serviría para la propaganda ideología. Ante esto y en una clara competencia por la hegemonía cultural, política y económica a nivel mundial, Estados Unidos iba a requerir de un relato posterior que opacase la iniciativa bolchevique que se mostraba como pilar de la emancipación femenina. Muchos adhieren al relato de un incendio en la fábrica de camisas Triangle de Nueva York, acaecido en realidad un 25 de marzo de 1911, en el cual murieron 23 hombres y 123 mujeres. Lo cierto es que el Día de la Mujer fue declarado en Estados Unidos en 1909 por el Partido Comunista.
El relato oficial de actualidad intentó eclipsar el origen marxista que en número reales tal ideología ha sido la más cruenta para la historia de la mujer, lo cual genera que, en 1955, previo a la revolución sexual, Estados Unidos tome para sí el control discursivo sobre la mujer. Ya se observa cómo, desde un inicio, las ideologías poco se han ocupado en comprender la esencia de la feminidad importando sólo la utilidad política que se pueda conseguir a través de la narrativa. La realidad del “8M” es que su origen es la conmemoración al inicio de la revolución que permitiría instaurar en el mundo el régimen más sangriento de la historia; régimen que luego sería emulado en el mundo por potencias que continuaron tal violenta tradición política. Mientras en tiempos pretéritos la mujer era protegida mientras gozaba de la capacidad de ser reina o abadesa, concentrando un cúmulo de poder real, en la modernidad se le ofreció sólo dos opciones: ser una mera unidad de consumo y producción, o ser una mera unidad de funcionalidad a un régimen ideológico. Bajo las premisas de la liberación absoluta, la mujer no es más que un reducto atomizado donde el sistema sólo le ofrece consumir y producir para que en los escasos momentos libres se dedique a enarbolar las bélicas banderas de las ideologías.
En este punto resulta interesante ver cómo el feminismo, en su fatídico relato, ha erradico a la mujer por completo de su propia identidad. Ciertamente y tal como expusiera Levet, hombre y mujer no se definen exclusivamente por su diferenciación en la carga genética, aunque la identidad sexual cumple un rol fundamental en la construcción de la propia identidad. La vida se encuentra siempre en tensión entre lo dado y las esferas de libertad; la naturaleza no se da a sí misma sino mediatizada por el campo cultural. Masculino y femenino emergen de una naturaleza dada, pero no acaba allí la consolidación de la identidad sexual por cuanto hay un proceso histórico y cultural que le dan un sentido al ser. Al nacer uno se encarna necesariamente en un sexo; la persona tiene un cuerpo, y en una determinada noción ontológica, es un cuerpo. Nadie elige el cuerpo de uno y eso implica que lo dado es para gratitud ya que ese cuerpo sólo manda a uno en tanto uno lo manda. La naturaleza, lo no instituido, es el suelo sobre el que uno camina, no el destino final de uno. Peligro pues quienes quieran borran el cuerpo para tender puentes ficticios sin sujeción alguna a la realidad. El artista reconoce las limitaciones que posee el material sobre el que trabaja; así también la identidad sexual de la persona posee una materia sobre la cual asentarse que es un principio de limitación y diferenciación. Por ello es que, dentro tal límite material del cuerpo, la identidad deviene luego como la expresión del espíritu similar al artista que plasma su arte en el lienzo, sin que haya menos belleza por tratarse de un lienzo que es un espacio material delimitado.
Karolina Pawlowska: «Las raíces doctrinales del feminismo son muy peligrosas»
Las teorías de género promueven la erradicación completa de aquello que diferencia y singulariza a la mujer como tal, donde el “ser uno mismo” pasa a “hacerse uno mismo”; la mujer ya no es, sino que cualquier individuo en el mundo simplemente debe percibirse como mujer para que la comunidad reconozca como válida tal afirmación. Las diferencias naturales hacen al ser, por cuanto hay esencias que permiten distinguir las unas de las otras; si lo dado es desconsiderado y luego se asume que cualquier acción no responde a diferenciar entre lo masculino y lo femenino, lo que finalmente queda es que ya no hay posibilidad alguna de definir lo que es una mujer, sea por su naturaleza, sea por su rol en la sociedad. Lo cierto es que, como toda ideología, el discurso más temprano que tarde termina colisionando contra la realidad y allí se produce la más burda disonancia donde se aprecia que el feminismo en la posmodernidad es incapaz de establecer cuál es el objeto de su protección política. Es que sin mujer finalmente lo que queda son eslóganes vacuos que, a lo mucho, sirven para alguna campaña publicitaria políticamente correcta o engrosar presupuestos estatales. Los pensadores del género contemporáneos insisten en desconocer el dato biológico y subsumir la identidad de la persona a lo cultural, emulando un dualismo cartesiano en el que el cuerpo, lo dado naturalmente, no posee vínculo con la conciencia y el alma. Estas endebles teorías omiten que la experiencia de vida conjuga en forma universal la historia del ser humano con aquello que le viene dado naturalmente; de hecho, el monismo responde a las falacias dualista al demostrar la comunión entre el cuerpo y el alma donde las experiencias son mancomunadas. La identidad revela que las cosas son por naturaleza, no por convención; no es simple establecer la diferencia entre lo construido y lo dado, pero considerar negar la naturaleza humana como cualquier otra realidad dada, convierte a la persona en una mera masa moldeable de acuerdo a los proyectos ideológicos que se arroguen la potestad de definir qué es uno desde la más abyecta abstracción.
La mujer ya no es tal por su propia esencia, sino que se ha reducido a una percepción ficticia sin sentido. El feminismo ha establecido que el cuerpo y los roles tradicionales no definen ningún rasgo distintivo de propiedad, siendo válido que simplemente uno se asuma como mujer para ya serlo; es decir, la mujer como esencia ha sido completamente erradicada por el feminismo en pos de proteger las falencias propias de toda ideología. A tal punto se ha eliminado a la mujer que incluso, el propio feminismo, se ha entrometido en su vida íntima. Si uno atiende al discurso genérico del progresismo notará un marcado sesgo crítico hacia la cristiandad; luego, si profundiza en la agenda específica del feminismo como sub género del relato progresista, podrá encontrar un ataque directo al supuesto rigorismo moral en torno a la sexualidad que enarbola el cristianismo. Lo irónico, en una suerte de tragicomedia posmoderna, es que mientras algunos incrédulos siguen creyendo que el siglo XX fue el fin de la historia, donde el mundo se libró de las tinieblas oscurantistas, la realidad es que la izquierda en términos ideológicos ha reformado las esferas de libertades.
La conducta sexual se predica en tiempos actuales en términos de una esquizofrenia artificial, porque mientras algunos ideólogos tales como Marcuse o Reich promovieron la liberación absoluta de los instintos más bajos, luego aparece Beatriz Preciado a predicar el más rígido ascetismo para la gente heterosexual. El “Manifiesto Contrasexual” promovió abiertamente el fin de la heterosexualidad tal como se conoce; Preciado sostiene que no basta que las mujeres se conviertan en lesbianas, sino que debe renunciarse definitivamente a todo tipo de penetración. Ya pues, lo que naturalmente se concibió en el hombre como “pene/vagina”, se reemplaza por “consolador/ano”, todo ello como punto más obsceno en su proyecto de “descolonización del útero”; ciertamente se nota su funcionalidad a las agendas de control de natalidad, pero se destaca cómo la intelectual del movimiento “queer” enfatiza en controlar la sexualidad de las personas. Masturbación, sodomía, homosexualidad, fetichismo, coprofagia, bestialismo, todo es permitido menos la heterosexualidad libre y abierta. Preciado explícitamente marcó que el principal fin de su teoría era que no fluya una sola gota de esperma nacional católica.
Lo que finalmente queda es que la persona es eliminada en una faz de su ontología, erradicando las tensiones constitutivas de la experiencia erótica propias de la alteridad, donde la mujer no puede ya seducir con su cuerpo ni exaltar con su persona para capturar el deseo del otro. Si uno verdaderamente atiende a la génesis, el desarrollo y el desenlace, notará que nunca existió interés alguno por las esferas ideológicas en resguardar a la mujer; ya sea que la tomen como unidad de consumo o como unidad de militancia ideológica, la emancipación y la libertad no le ha sido posible, salvo en aquellos cuerpos intermedios que nacen de la Virtud y la Prudencia, pero es un debate del cual la sociedad todavía no está preparada.