El deber moral de un arrestado domiciliario de no estar contento

Ayer Pamplona a las 23 horas estaba vacía. Había tan poca gente en la calle sin estado de alarma como cualquier otro martes con estado de alarma. Si dentro de dos semanas suben los contagios no tendrá que ver con nada que haya sucedido ayer tras tumbar el Tribunal Superior de Justicia de Navarra el toque de queda de la presidenta Chivite.

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Por una vez la Justicia ha defendido al pueblo del gobierno señalando una evidencia inocultable. O el estado de alarma había sido totalmente innecesario, o no se podían mantener sin estado de alarma las mismas restricciones que con el estado de alarma, particularmente las más restrictivas de nuestros derechos fundamentales. El toque de queda al que de un modo u otro nos hemos vistos sometidos casi todo el tiempo en el último año y medio no deja de ser algo así como un tercer grado penitenciario, pero sin juicio, sin defensa, sin condena y sin delito. Lo llamativo es que la población lo haya aceptado tan sumisamente y durante tanto tiempo.

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¿Podrá la policía enfrentarse a los botellones o los ladrones sin tenernos a todos ya encarcelados de manera preventiva? Pues tendrá que poder. Obviamente para lo policía es más fácil luchar contra los infractores de tráfico si prohibimos el tráfico, o contra la pornografía infantil prohibiendo internet. Y para evitar las calumnias y las injurias podemos prohibir los periódicos. O podemos intentar poco a poco ir volviendo a vivir. A fin de cuentas, y quizá nunca se trató de otra cosa, el gobierno ha conseguido cubrirse para poder echar la culpa de lo que pase a los ciudadanos en vez de a la inversa, como suele pasar entre gobernantes y gobernados cuando las cosas funcionan normal.

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Obviamente hemos vivido y aún vivimos circunstancias extraordinarias que justifican algunas medidas extraordinarias, lo sabemos, pero no todas, pero no para siempre, pero no al margen de la ley, pero no al margen de la evolución de la pandemia, pero no sin valorar todas las implicaciones y no sin estar cabreados. Cuando un gobierno somete a la población a un arresto domiciliario permanente revisable (no muy revisable en el caso del PSN), es deber de la ciudadanía practicar un descontento militante. No podemos dejar que nos recorten los derechos fundamentales con una sonrisa. Es un deber cívico y moral vigilar que nos limiten los derechos lo imprescindible para frenar la pandemia y ni un bosón más. Es sano sentirnos mal. Sería ilógico sentirnos felices durante un arresto, aunque haya gente que parezca ser la prueba viviente de lo contrario en una especie de versión pandémica del Síndrome de Estocolmo. Es más, sería peligroso sentirnos felices durante un arresto. Asumiendo que una situación extraordinaria puede justificar medidas extraordinarias, medidas extraordinarias exigen también una vigilancia y un recelo extraordinarios por parte de los ciudadanos. De los que quieran recuperar algún día todas sus libertades por lo menos.

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