Al comienzo del estado de alarma y con los primeros días de confinamiento domiciliario se nos explicó que semejante medida de contención, sin precedentes en nuestra historia reciente -y con efectos letales sobre la economía que ya se empiezan a vislumbrar- tenía como fin aplanar la curva de progreso del coronavirus. Es decir, no se trataba siquiera de evitar que nos infectáramos, sino de evitar que nos infectáramos todos tan a la vez que colapsáramos el sistema sanitario. La verdad es que el sistema sanitario se ha colapsado bastante, pero la idea es que si no aplanábamos la dichosa curva el desbordamiento hay que pensar que hubiera sido aún mayor. Si ralentizábamos la curva llegaría un momento en que, en vez de ir corriendo detrás del virus, podríamos ir acumulando medios para poder atender a la población.
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Llegados a este punto ya sabemos que el aplanamiento de la curva resulta un tanto elusivo y que en realidad ni siquiera sabemos exactamente cuál es la situación. No tenemos respiradores, ni guantes, ni mascarillas, ni trajes de protección suficientes, pero tampoco test para saber realmente a qué porcentaje de población infectada nos enfrentamos. Si el test no se hace a los vivos, menos aún a los muertos. Si no tenemos test, no sabemos si suben o bajan los contagios o los test realizados. Los muertos por coronavirus computan cuando muere alguien que ya había dado positivo. Y si no hay test para las personas con síntomas que no son políticos, mucho menos para las personas no son políticos y son asintomáticas. Hasta el dato de las UCI resulta resbaladizo porque , una vez ocupadas todas las UCI, ya no puede aumentar el número de ingresados. ¿Y cómo sabemos si se está reduciendo el número de contagiados o se nos están acabando los kits para hacer los test? Por no mencionar la fiabilidad de los test, que ronda el 50% y por tanto es algo así como una moneda de 50 céntimos lanzada al aire pero mucho más difícil de conseguir y mucho más cara.
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La otra parte del problema, por otro lado, la ha bautizado el doctor Gaona como el “efecto Kilimanjaro”. El doctor Gaona es uno de los discutibles contertulios de Iker Jiménez, pero con un nivel de acierto en sus predicciones mucho mayor que el del portavoz oficial del gobierno, Fernando Simón. Puestos a ser estrictos, Fernando Simón es mucho más discutible en este momento que el doctor Gaona. Por otra parte, el efecto Kilimanjaro y lo que nos espera parece por lógica una situación difícilmente esquivable.
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Cuando se nos habla ahora del “pico” de contagios y que estamos cerca de ese pico, podría darnos la falsa impresión de que alcanzado ese pico tras la abrupta subida que estamos contemplando nos espera una bajada igual de abrupta en los contagios tras alcanzar ese pico. Pues bien, seguramente no es así como pueden salir las cosas. El Kilimanjaro es un monte, en realidad un volcán, cuyo perfil característico viene marcado por la ausencia de un pico. Es decir, al terminar la pendiente de subida no hay un pico sino una explanada. Para bajar por el otro lado no basta por tanto llegar al pico sino que hay que atravesar toda esa explanada lo que añade un buen tiempo y esfuerzo extra a los expedicionarios. Eso es lo que nos espera seguramente a nosotros cuando los infectados y las muertes se estabilicen. O sea, dejará de crecer el número de infectados y muertos, pero no decrecerá abruptamente. Las cifras se mantendrán durante un tiempo y por tanto puede haber todavía muchos fallecimientos hasta que la curva no sólo se aplane, sino que comience a descender apreciablemente. No se trata por tanto de desesperanzarse sino de no precipitarse generando una falsa esperanza que nos lleve a una decepción evitable. Este desastre tiene un fin, pero nos queda todavía más sufrimiento antes de que llegue ese fin. Sí que es verdad que en ese intervalo, por lo menos, nuestros medios materiales mejorarán y el número de infectados dejará de crecer tan exponencialmente, por lo que los nuevos infectados podrán ser mejor atendidos y ello también debería redundar en un cierto descenso de la tasa de mortalidad.
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