Entre quienes defendemos la vigencia y superioridad de la ley natural frente a las distintas invenciones positivistas que se han desarrollado a lo largo de los últimos siglos (dentro de esa modernidad que hemos de denostar, que no tiene nada que ver con el mero hecho de evitar una «conservación estática» a lo largo de los tiempos) suele hablarse, con cierta frecuencia, del orden espontáneo.
Partido de la concepción del economista austriaco Friedrich August Von Hayek (reflejada en su obra bibliográfica La fatal arrogancia):
Un orden, pese a estar lejos de lo perfecto y frecuentemente ineficiente, puede extenderse mucho más que cualquier otro orden que los hombres podrían crear, deliberadamente, poniendo incontables elementos en lugares «apropiados» selectos. La mayoría de defectos e ineficiencias de tales ordenes espontáneos resultan del intento de interferir o de impedir la operación de esos mecanismos, o de mejorar los detalles de sus resultados. Tales intentos de intervención en el orden espontáneo raramente resultan en cualquier cosa que se corresponda de manera aproximada a los deseos de los hombres, ya que estas órdenes están determinadas por más hechos particulares que de los que cualquier agencia interventora puede saber.
Personalmente, creo entender bien lo que en cierto fragmento definitorio se desarrolla. No obstante, no es demasiado extraño que haya una confusión o una percepción algo diferente, en tanto que se puede creer que el Estado es un requisito indispensable para la ecología moral de una sociedad o se desconfíe del escepticismo hacia la Artificial Providencia (en ocasiones, por parte de «los menos esperados»).
Incluso se puede llegar a caer en una mala interpretación que permita pensar que la apuesta por este ordenamiento supondría avalar no necesariamente un caos lato sensu, sino esa voluntad desordenada que pudiera estar ligada a una ausencia de órdenes, reglas y criterios de autoridad, haciendo una mezcolanza entre el naturalismo racionalista de Descartes y la idea de «leyes de la selva».
En cualquier caso, insisto en mi pretensión de referirme a la concepción de ordenamiento espontáneo hayekiana. De hecho, el motivo que me lleva a redactar este artículo es intentar explicar si es posible que un católico convencido puede defender esta idea en consonancia con su deseo y apuesta por un orden natural.
El libre albedrío no es ni determinista ni contrario a las pulsiones naturales
Normal y lógicamente, todo tiene una motivación en esta vida, que puede ser o no correcta, lógica o moral. El ejercicio de nuestra libertad, en tanto que se emplea como un medio, tiene una finalidad, que en su cota más ulterior (proximidad a lo último), dentro del curso correcto, ha de estar orientada a la consecución del Bien, la Belleza y la Verdad.
Ahora bien, tal y como puntualizaba Santo Tomás de Aquino, la voluntad no está sujeta a una determinación absoluta de rango estrictamente universal, sino a singularidades. Eso sí, quizá con esta cita (también suya) se explique mejor: «En las cosas de la naturaleza la especificación depende de la forma (que le es inmanente por esencia); el ejercicio es función del agente».
Con ello se permite inferir que, sin perjuicio de una orientación moral en nuestro comportamiento (hablemos de esa ley natural que define el orden natural cristiano), la sociedad (como parte de la naturaleza, incluyendo mecanismos que no resultan de patrones de laboratorio como son los mismísimos intercambios de mercado) no opera en base a una ley artificial concreta.
Se da el mismo curso natural que ante fenómenos geológicos, ambientales y meteorológicos, sin perjuicio de que se pueda actuar ante estas eventualidades. Por ejemplo, una tormenta no se puede impedir, pero la persona puede tratar de contrarrestar sus peligros mediante determinadas soluciones arquitectónicas (de igual modo, uno puede corregir o reprender una mala conducta social presente en su entorno).
La planificación centralizada obedece al contraorden
Una vez abordado lo anterior, lo importante es señalar que esa sistemática y progresiva planificación centralizada a la que, por desgracia, se nos está acostumbrando con el avance del estatismo no solo es técnicamente ineficiente (el propio curso de la naturaleza impide un patrón de ordenamiento rígido, estático y homogéneo), sino que también carece de legitimidad moral.
Por lo tanto, lo importante no es ya «la simpatía hayekiana» de cada cual (más allá de que lleve razón, a mi modo de ver, en lo que afirma), sino entender mejor que el orden espontáneo es compatible con la concepción tomista del libre albedrío (aparte de recordar que la libertad es un don divino) y que el estrangulamiento artificial y revolucionario de la sociedad es un caótico contraorden.