Recientemente, volví a revisar uno de los libros que más ha influido en mi pensamiento actual, Las Ideas Tienen Consecuencias, de Richard Weaver, y una frase, redactada en los últimos capítulos de la obra, me retumbo en la cabeza: «En la propiedad privada sobrevive el último dominio, de la forma que sea, de la privacidad…»
El capítulo en concreto es todo un análisis de la institución de la propiedad privada, visto desde una perspectiva conservadora, en la que se plantea que este es un derecho metafísico, sin prueba de utilidad real, pero con un valor inherente a la dignidad humana por permitir la libre expresión del hombre en lo que posee.
La frase me llegó fuertemente porque en el último tiempo, en el que, por razones que no deseo discutir ahora, tuve mucho contacto con alguna gente muy pobre y muy humilde en mi ciudad.
Con su presencia, pude observar lo que comencé a denominar «el problema de la propiedad», con el que incluso logré entender los conceptos de la alienación, muy recurrente entre posturas socialistas, y de desarraigo, frecuente en la teoría nacionalista.
Nuestra sociedad moderna, de sustrato ideológico liberal, tiene protegido, a nivel jurídico y legal, un abstracto derecho a la propiedad privada, que se encuentra condensado en la propia norma y que se diluye enormemente en la tramitación necesaria para poder ejercerlo legítimamente.
De mi propia formación libertaria, recordé que se planteaban modos de adquisición de propiedad privada, entre los que Murray Rothbard destacaba el principio de uso como legitimación factual de la apropiación originaria de propiedad, lo que se denomina «homestead« y la mayoría de posturas dentro del liberalismo clásico avalan una defensa del derecho de propiedad por herencia en base a la descendencia del propietario original.
Sin embargo, estamos muy lejos de una sociedad ideal en la que estos principios son respetados invariablemente, e incluso, después de haber visto cómo la institucionalidad y regulación excesiva del Estado diluyó el derecho de propiedad entre trámites, ahora estamos viendo su relativización en una contingencia de circunstancias que la hacen casi imperceptible al uso, goce, disfrute de los bienes o a la titulatura de los mismos.
En un artículo de 2016 publicada en la página del Foro Económico Mundial ya se planteaba, para iniciar discusiones sobre el tema, que para 2030 las personas ya no poseeríamos nada y aparentemente seríamos felices en una sociedad planificada por algoritmos y mantenida en su producción por inteligencias artificiales y robots.
Leer esto me incomodó, ya que la concepción del mundo en la que yo me he desarrollado está profundamente anclada a la idea de propiedad, por más que está se vea cada vez más distante, en su concepción puramente formal, de lo que yo o cualquier otro de mi generación pueda entender.
Tal vez la distinción marxista entre propiedad personal y propiedad sea útil, aunque en esencia no corresponda ya que ambas son equivalentes, hay un sentido de pertenencia de la cosa, del objeto en cuestión en la persona que lo usa, que lo preserva, y que lo asocia a su ser por su valoración y utilidad subjetiva.
Eventualmente, y como origen mismo del gobierno, según las teorías contractualistas, surgió la necesidad de asignar titularidad respecto a la propiedad para que se reconozca la pertenencia de un bien por determinada persona, formalizándola para prevenir conflictos por desconocimiento del dueño de cada bien, y sobre todo el más productivo de todos en el momento en que se planteó esto, que era la tierra.
Según ciertas posturas nacionalistas, la propiedad de la tierra, y su trabajo sobre todo, generan un arraigo hacia la misma, que conectan a la persona con el suelo en el que vive y desarrolla su producción.
La transferencia de esa propiedad hacia sus descendientes mediante herencia hace que ellos también se arraiguen a la tierra, y además la asocien sentimentalmente con sus antepasados, quienes fueron la que la trabajaron y de quienes les fue transferida.
El fruto de ese trabajo también era directamente percibido por aquellos que poseían la propiedad, de modo que se asociaba lógicamente la propiedad real con la propiedad formal: uno es legítimamente dueño de lo que trabaja y de lo que esto produce.
La teoría de valor-trabajo planteada por Adam Smith y replicada en el marxismo se orienta en esta dirección, y aunque fue refutada por la teoría de valor subjetivo de la Escuela Austriaca, mantiene cierta coherencia a nivel verdaderamente social, trascendiendo lo económico, ya que relaciona la propiedad con lo materialmente perceptible, haciendo que la dignidad de una sociedad pueda medirse por sus condiciones materiales.
El concepto de alienación, también marxista, surge de esta reflexión, al estar el trabajador alienado, desposeído de la riqueza que produce al no poseer realmente la propiedad en la que se desarrolla, sino únicamente usando propiedad ajena para producir y enriquecer a alguien más.
La mayor parte de problemas a los que la sociedad actual se enfrenta en la cuestión de la propiedad surgen con la modernidad, en la que el propio derecho de propiedad se ha ido relativizando, y como plantearía conceptualmente Frithjof Schuon en La Contradicción del Relativismo, contradiciéndose, haciendo que su valor real no corresponda con su valor formal.
El capitalismo financiero en el que vivimos actualmente, que sólo podría haberse desarrollado dentro del positivismo utilitarista que rige legalmente en casi todas las naciones del mundo, ha desasociado a la propiedad real de su titulatura formal, e incluso si esto ha permitido una aceleración en el desarrollo económico de la civilización, también ha ido provocando desordenes injustos en los niveles de dignidad de ciertos grupos respecto a otros, que es lo que popularmente se conoce como desigualdad material.
John Horvat II, en Return to Order, plantea que esto refleja la velocidad en la que está operando la economía, y que conforme más avanza, más acelera el desorden en ese aspecto, más allá de un aumento general de la dignidad relativa de toda la civilización respecto a momentos anteriores.
El problema de la propiedad ha sido siempre un asunto de preocupación entre los sectores tradicionalistas, y muchos recurren a la obra de G. K. Chesterton y a la doctrina distributista que desarrolló con Hillaire Belloc, cuyo planteamiento principal es que la propiedad debería ser distribuida lo más extensamente posible entre la mayor cantidad de personas.
Chesterton, particularmente, rechazaba el capitalismo moderno por las contradicciones que veía en él, declarando en La Superstición del Divorcio, que «mucho capitalismo no significa muchos capitalistas, sino muy pocos capitalistas», y desarrollándolo aún más en su Esbozo de Sensatez, en el que expresa que «es una condición económica en la que existe una clase de capitalistas reconocible y relativamente escasa, que concentra gran cantidad del capital, lo que hace que exista una amplia mayoría de la ciudadania que deba servirlos por un salario.»
Y aunque yo no rechace al capitalismo, al observar en él virtudes que han permitido el desarrollo tecnológico y la mejora en las condiciones de vida de las que ahora me beneficio, tampoco puedo rechazar las observaciones del tradicionalista británico, ya que me recuerdan que el problema de la propiedad sigue vigente.
La observación práctica que pude realizar este último tiempo me lo confirmó, ya que me enfrenté a la dura realidad de realizar trámites para preservar o aumentar la propiedad abstracta de un grupo minoritario de personas, ciertamente muy acaudaladas, mientras tenía que enfrentarme en mis trayectos diarios a situaciones profundamente tristes de inmigrantes y refugiados venezolanos, completamente desposeídos y muchas veces rogando por caridad, así como otros casos de sin techos y de gente muy pobre y muy humilde, con la que habré llegado a compartir el transporte público en algunas ocasiones.
También pude ver cómo la ausencia de propiedad genera ese profundo sentimiento de desarraigo, en el que las personas, sin sentido de pertenencia a nada, tampoco generan vínculos con su comunidad o con los espacios que comparten con ella, a la que irrespetan tanto física como simbólicamente, descuidándola y maltratándola, lo que genera rechazo de la misma comunidad hacia ella, rompiendo sus relaciones y el sentido de unidad que debería darse entre sus miembros.
El riesgo de esto es que se genere una proletarización de la sociedad a tal extremo que no exista clase trabajadora con capacidad de ahorro o inversión, y que la sociedad se divida completamente entre entre una élite económica compuesta por millonarios que no solo posean todo el capital financiero posible sino también toda la propiedad real disponible, y por una mayoría rentista, desposeída, y relativizada, que apenas pueda tener crédito para alimentarse y arrendar espacios de habitación, pero no pueda desarrollar un potencial creativo o innovador para beneficio propio en servicio de otros.
Ya hemos visto algunas imágenes de esto con la manera en la que se incrementaron las fortunas de los mayores billonarios tecnológicos del mundo durante la pandemia, y como uno de ellos, Bill Gates, de hecho adquirió grandes extensiones de tierra en los Estados Unidos, mientras gran parte de la población del mundo occidental se encontraba confinada y encerrada por los periodos de cuarentena impuestos mediante estados de excepción dispuestos por los gobiernos locales.
La propiedad, como el derecho metafísico que describe Richard Weaver, no puede y no debería abstraerse a meros formalismos o posesión de activos financieros con los que no existe vínculo real, sino que debería entenderse de acuerdo a su concepción anglosajona de real estate, y de freehold, que no significa solamente bienes raíces, sino también propiedad real y de libre mantenimiento.
El mantenimiento de la propiedad genera arraigo de la persona hacia su posesión real, y con ello un sentimiento de pertenencia y de mantenimiento de su significado moral, al permitirle proveerse de ella para su beneficio, e incluso para su supervivencia.
La condición de propietario, bajo estos parámetros, también genera un reflejo entre un grupo de iguales, que se asocian para proteger mutuamente sus derechos y para potenciarlos al máximo en la medida de sus posibilidades.
De esa comunidad que se forma, también nace una promesa de bien común que se manifiesta en bienes y propiedades comunitarios (nótese la etimología de commonwealth aquí, el vocablo anglo para república, o res publica en latín), que son protegidos, mantenidos y respetados por todos aquellos que tienen interés y arraigo en ellos.
La propiedad real genera arraigo, y del arraigo nace una comunidad orientada hacia el bien común.
Pero la propiedad también resuelve el problema de la alienación en la que muchos trabajadores se encuentran, ya que percibir el fruto del lo que uno posee, más allá del propio trabajo, genera una vinculación de la persona con sus bienes, a los que aprecia y busca mantener como parte de su patrimonio moral.
La alienación no solo es un problema del trabajador moderno, sino del capitalista financiero, que una vez que logra hacer despegar una idea de inversión, suele desconectarse de la realidad en la que se desenvuelve, y simplemente se orienta a incrementar su riqueza abstracta mediante manipulación de mercados controlados o de las dinámicas jurídicas y legales que restringen y orientan a esos mismos mercados para esos mismos fines.
El gran problema de la propiedad, de todo esto, se da en que no está suficientemente extendida entre todas las personas, sino que se concentra entre ciertos elementos de la sociedad, que han ido aprendiendo a usar al poder para consolidar su propia riqueza real y abstracta, y con ello corromper al sistema para impedir que la gran mayoría pueda beneficiarse de la dignidad que significa poseer propiedad.
Esta situación plantea un complejo dilema moral, ya que la dignidad misma se encuentra acaparada por una casta que además de poseer la mayoría de la riqueza, ejerce poder sin consideración de justicia, e impide el acceso al derecho a la propiedad a otros a través de regulación y tramitación excesiva, oscura y opresiva.
Cuando yo pienso en soluciones a este problema, pienso en opciones liberales, pero no referentes al liberalismo que se difunde ideológicamente como políticas de libre mercado en las que las grandes corporaciones y los grandes empresarios gobiernan en base a sus intereses privados, sino a aquellas que desarrollan la virtud cristiana de la liberalidad, que significa generosidad, y que de misma forma, distribuirían generosamente la propiedad hacia todos, permitiendo que se dé, de manera libre, dinámica de mercado en las que todos podrían participar en unas mismas condiciones de dignidad, al compartir su estatus de propietarios libres.
Una propiedad extendida como derecho de manera social solucionaría el problema de desarraigo, al volver a conectar a la persona a sus posesiones y pertenencias, y solucionaría el problema de la alienación, conectando al individuo a la sociedad en la que se desarrolla y al fruto real de su trabajo.
La postura sobre la propiedad que defendía Plinio Correa de Oliveira, y que se expresa sobre todo en sus textos de Socialismo o Propiedad Rural y de Reforma Agraria, Una Cuestión de Conciencia, se orientaba a esta idea de «propiedad para todos», aunque sin caer en la irresponsabilidad de simplemente otorgar tierras al campesinado y dejar que dispongan de ellas sin vinculación o conocimiento, muchas veces vendiéndolas a precios inferiores a los de mercado a las corporaciones que luego los emplearían, sino que buscaba arraigarlos al suelo que trabajaban, haciendo que se desalienen de no percibir el fruto de su trabajo, y vinculándolos así como personas con su tierra y con su comunidad.
A nivel urbano, esto podría tomarse de ejemplo y replantearse con políticas de libre mercado que rompan los monopolios inmobiliarios y bancarios, y que con ello se permita el acceso a viviendas de costos cada vez más reducidos y más accesibles para los trabajadores, con una condición de permanencia y mantenimiento, de forma que la seguridad de tener un techo propio los reconecte con su trabajo y con una comunidad de gente en mismas condiciones.
El punto es lograr difundir la institución de la propiedad privada de manera sencilla y reconocible para todos, y hacer de las comunidades de propietarios que se van formando la base para un regímen politico orientado hacia el bien común.
Al fin y al cabo, sin propiedad, no hay dignidad.