En realidad el mundo debe ir muy bien. Podríamos pensar que apenas debemos tener ningún problema grave en este momento cuando la preocupación de las redes sociales ayer eran si los conguitos de toda la vida son o no un nombre o una imagen racista. Porque efectivamente, hay personas que piensan que lo es. No tres o cuatro locos, sino mucha gente. O sea, que hay mucho loco suelto, no que sea normal pensar que los conguitos son Hitler. ¿Cuántos conguitos se habría comido Hitler para pasar del niño encantador que acaso fue al monstruo en que se convirtió? Felices los tiempos en los que la única preocupación de un fabricante era si su producto tenía o no buen sabor.
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En realidad, lo de los conguitos no es un hecho aislado sino un síntoma más del síndrome del inquisidor. El problema es que vivimos unos tiempos en los que los fascistas se llaman antifascistas y los inquisidores la antinquisición. Pero a lo mejor hay más fascistas e inquisidores que nunca, o no.
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¿A quién se parece el tipo que de repente se da cuenta de que los conguitos igual son un nombre racista? No hace falta justificar demasiado que el perfil psicológico es idéntico al de quien se escandalizaba de una mujer por creer haber percibido el destello de un tobillo. O ya puestos al del que sospechaba que su vecina era una bruja. En la actualidad lo mismo se monta una manifestación a favor de las brujas que se pide la prohibición de los conguitos, y en buena medida las dos cosas vienen a hacerlas los mismos.
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Podríamos pensar que hay una serie de personas que para sentirse bien, o útiles, o luchadores de una noble causa, necesitan convertirse en vigilantes exacerbados de la vida de los demás, para lo que se dedican en cuerpo y alma a buscarles defectos e imperfecciones. La vida de estas personas no tendría sentido si no se sintieran luchadoras contra la brujería, la impudicia, el machismo, el fascismo o el racismo. Por eso mismo necesitan que haya racistas o brujas. Para ser un luchador contra el racismo es preciso que el vecino sea racista. La necesidad de convertirse en un luchador contra el racismo exige tener que encontrarle al vecino un rasgo racista como sea. Sin vecinos racistas se acaba la causa contra el racismo y con ello el sentido de la vida del inquisidor, por tanto el vecino tiene que ser un racista quiera que no. Hace unos siglos este tipo de personas espiarían constantemente a sus vecinas para poder acusarlas de brujas, más o menos por la misma razón.
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Lo que podríamos concluir es que siempre hay una serie de personas con vocación de inquisidores estemos en la época en la que estemos, sólo que en cada época este tipo de personas va encontrando un foco distinto en el que volcar sus obsesiones.
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Esta misma necesidad de dotar de un sentido a sus vidas a costa de perseguir a los demás es lo que anima los actos de los llamados antifascistas. Podríamos discutir, como se hacía ayer en el Sálvame, en qué consiste ser un fascista desde el punto de vista ideológico. Para ser rigurosos el fascismo es un subproducto del socialismo. Tanto el fascismo estrictamente de Mussolini como el nazismo de Hitler brotan de la ideología socialista de la que son una mera prolongación. Mussolini o Hitler son estatalistas puros. Su programa político es un programa socialista. Creen en una economía intervenida, planificada y nacionalizada. El partido nazi es el Partido Nacional Socialista del Pueblo Trabajador Alemán. El ideario nazi o fascista, totalmente emparentado con el ideario socialista o comunista, tiene como referencia al pensamiento único colectivo y como enemigo frontal al pensamiento individual. El individuo sólo es hermoso cuando desfila en un batallón. La persona, incluso la familia, es ese elemento egoísta e indisciplinado que se opone al grupo, a la masa, a la gente, al proletariado, al partido, a lo social, a la nación.
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Pero a fin de cuentas casi nadie piensa ya en nada de esto cuando habla de fascismo. Cuando hablamos de fascismo nos solemos referir más bien por extensión a aquel que utiliza métodos fascistas. O sea, fascista es aquel que utiliza la violencia, la amenaza o la intimidación contra sus rivales. Cuando alguien siente que tiene poca libertad para poder expresar su opinión sin que le pase algo malo seguramente es que tiene enfrente a alguien con una mentalidad un tanto fascista. El que ama la libertad no es alguien que dice que es muy antifascista, sino alguien que no se dedica a pegar o acosar a los que no piensan como él. Desde este punto de vista no hacemos más que ver personas que, al mismo tiempo que se autocalifican como antifascistas, no hacen más que replicar comportamientos absolutamente fascistas. Su excusa es que no se puede ser tolerante con los intolerantes, pero en virtud de ese mismo razonamiento no se podría ser tolerante con ellos, por no mencionar que habría mucho que discutir sobre a quién se llama intolerante y quién realmente lo es.
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Como epílogo de esta pequeña reflexión y como queda por otra parte ilustrado con la imagen que la acompaña, sólo recordar que existen los conguitos de cocholate blanco. Sería bueno que los inquisidores aclararan si el conguito blanco también es racista o no. Como de todos modos seguramente el nombre es machista caso de no ser racista, o el producto tiene demasiada azúcar, mejor prohibirlos los dos, no sea que el niño Hitler se nos muera de colesterol.
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