La mediática campaña recientemente exhibida titulada “Save Ralph” puso en manifiesto una vez más la profunda confusión en la que vive el hombre promedio en la posmodernidad. Humane Society International fue la ONG responsable de la producción en la que se exhibe un tierno conejo humanizado capaz de despertar un profundo sentimiento de empatía, algo propio de una era en que el sentimiento determina qué es la verdad. Ante esto, y desconociendo la tradición cristiana que considera que nada noble hay en el maltrato animal, se arenga nuevamente a otorgar el estatus de humano a aquellos entes que naturalmente no lo son.
Quizás algún desprevenido lector quite importancia a este particular fenómeno, considerando que sólo son algunos activistas verdes los que impulsan métodos radicales para hacer pública su doctrina. Ese escepticismo, o subestimación tal vez, al movimiento animalista es el que en tiempos pretéritos restó importancia al pequeño germen del feminismo, aduciendo que las feministas radicales eran sólo una minoría. Lo cierto es que hoy, la doctrina que promueve la igualdad entre el hombre y las bestias, sigue el camino lógico de todo movimiento totalitario, ya sea que se trate de prácticas fascistas contra la propiedad privada de un empresario, la puja por cambiar el sistema jurídico imperante o incluso promover alteraciones en los usos y costumbres del habla español.
No es extraño encontrar personas que consideren a una mascota como un hijo o hallar a quienes sostengan que el denominado “especismo” es equiparable a un genocidio, y más frecuente aún es escuchar a aquellos que defienden un supuesto “derecho de los animales”. En un diseño social que respete la libertad de expresión, tales premisas pueden ser vertidas sin que exista censura alguna, como así también estarán quienes libremente critiquen tales posturas. Nadie puede negar que en occidente hoy un hombre vestido de dama pasa a ser mujer y que una gata con un collar fino pasa a ser una hija, lo que da cuenta de que la degradación no es patrimonio exclusivo de la ideología de género. El mayor riesgo es que los defensores de estas ideas intentan utilizar el aparato coercitivo del Estado en desmedro de las tradiciones, la propiedad y la lógica, obligando a toda una población a que sostenga tales delirios.
Ciertamente nada loable hay en maltratar una especie animal. Quien goce del sufrimiento presenta a la luz de la verdad una patología que debe ser atendida lo antes posible. Incluso, vale destacar que aquella persona que cuide en forma responsable un animal refleja una gran bondad que reside en su corazón; pero cuán ofensivo para el intelecto resulta la equiparación de seres racionales y volitivos con las bestias.
No faltará algún evolucionista que sostenga que la equiparación entre humanos y animales procede de la misma naturaleza, por cuanto el Hombre es resultado de una evolución originada en vaya a saber uno qué especie. Apelar a esta idea sostenida en forma popular no genera ninguna prueba de que existan meras diferencias cuantitativas entre las especies y el Hombre. En rigor de verdad, la diferencia es cualitativa. Desde que existen registros históricos existen pruebas de que la humanidad poseía cultura. Tal como expresara Chesterton, desde las primeras pruebas de la existencia de la humanidad (es útil recordar que argumentos contrafácticos jamás deben ser considerados en un debate serio) se extrae la existencia de ropajes, dibujos e incluso ritos sagrados. Simplemente con la evidencia científica ya es posible marcar que las sociedades humanas han variado a lo largo de la historia, pasando desde monarquías católicas hasta tiranías comunistas. Existieron diversas formas de organización familiar y política, incluso, las formas de trabajo cambiaron drásticamente. Pero los animales, por más que puedan presentar leves alteraciones conductuales por estar amaestrados o simples cambios fisiológicos por alguna razón de adaptación al entorno, lo real es que siguen siendo eso: animales. No se ha encontrado aún una hormiga que haga algo distinto a lo que su naturaleza ordena, tampoco hay registros de perros realizando alguna simple raya en la arena como forma de dibujo o de algún mono que decida tapar sus partes pudendas con alguna hoja.
En no pocas ocasiones suelen surgir críticas a una mujer que se auto percibe hombre y sale al mundo como transexual, o el repudio a un hombre que se siente un animal y decide vivir como un “transespecie”. Pero por una mera corrección política, rara vez alguien se detiene a marcar la indignidad que posee aquel que equipara una mascota con un hijo. Ser compasivo con las demás vidas no implica reconocer igual grado de jerarquía por cuanto el campo cultural es patrimonio exclusivo de aquella especie que goza de racionalidad.
Atentar contra el derecho natural no acaba simplemente con la lucha por el aborto o la ideología de género. Reducir la dignidad del Hombre a una mera bestia implica deshacer lo más profundo de su ser para luego poder ser domesticado por cualquier sádico que encuentre una sociedad llena de mansos. Este deseo de retorno a lo fáunico que proponen los animalistas no es más que una rama, entre tantas que presenta la posmodernidad, en la que, bajo las premisas sentimentales, se busca que la persona sea cualquier cosa menos un ser de razón, voluntad y dignidad.
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La campaña de “Save Ralph” pone en evidencia cómo los pequeños burgueses humanizan lo que naturalmente no es humano, pero nada dicen de lo que por detrás hay. Más allá de la filosofía inconsistente que esbozan al querer igualar lo desigual, propio de todo proyecto de izquierda igualitarista, también subsiste el factor corporativista. Cada producto con su sello “cruelty free” implica que sólo ciertas empresas con suficiente como para afrontarlo; para esto bastaría tomar simplemente lo que surge de los propios portales veganos. Figura en “veggiecosmetic” que: “A la empresa se le pedirán datos como: – Los datos generales de la empresa, nombre del contacto y ubicación. – Proveedores de materia prima, nombre, ubicación y certificaciones correspondientes. – Lista de productos a certificar, en este caso se certifica la marca completa si es el caso. – Lista de países a los que se desea exportar o bien se esta exportando. – Lista de productos que se exportan. Y por último, se hace un pago anual fijado por la certificadora dependiendo del tamaño de la empresa o sus características. En algunos casos también envían a un auditor al domicilio de la empresa para corroborar que la información es verdadera. En caso de no pasar la auditoría, se dejarán recomendaciones para poder realizar un segundo intento y que en éste los resultados sean satisfactorios. La inspección incluye: Entrevistas con el personal, revisión del sistema de control de proveedores, revisión de declaraciones y formularios, y, si procede, una revisión de cualquiera de las instalaciones de fabricación o del laboratorio”. Tal como se ve, y uno debe recalcar, se hace un pago anual fijado por la certificadora, lo que significa que a mayor trabas arancelarias y burocráticas, lo que generan este tipo de campañas mediocres y sentimentalistas es que las empresas ricas se vuelvan más ricas y las pobres más pobres ya que no todos están en igualdad para subvencionar la aprobación “cruelty free” que milita el progresismo.
Además de lo expuesto, también es oportuno recordar que aún no ha surgido un solo intelectual de peso dentro del animalismo que guarde igual criterio con la vida humana. Desde Paul Ehrlich hasta Peter Singer, los que gestaron el movimiento verde en defensa de las bestias cumplieron una vieja frase: “Donde hay adoración animal hay sacrificio humano”. No faltará el activista que diga “yo soy provida y vegano” haciendo gala de su autopercepción de ombligo del mundo, creyendo que como excepción que es constituye la regla de que todo activísimo ecologista esconde un control poblacional para que, en nombre de la sobrepoblación y el cambio climático, las élites conserven su poderío consolidado y los emergentes no puedan desarrollarse libremente. Resulta llamativo que dicha campaña de Save Ralph ha sido defendida por la pequeña burguesía que nada ha dicho, por ejemplo, que Biden eliminó las restricciones a los experimentos con niños abortados. Parece ser que para ser animalista antes que amar a los animales es preciso en primer orden odiar a la humanidad, tal como bien expusieran los intelectuales que gestaron el movimiento verde y que los desprevenidos útiles compraron tales ideas con tal de estar a la moda.