Termino de leer estos días el libro El Imperio, de Ryszard Kapusçinsky (editorial Anagrama). El autor polaco, fallecido en el 2007 a los 74 años de edad, viajó repetidas veces a lo largo del vasto imperio que un día fue la URSS, y a partir de sus vivencias y lecturas escribió este historia vívida y realista de la ruina que creó el comunismo. Urge leer hoy obras como esta de Kapusçinsky, porque es la historia que muchos desconocen, la historia velada.
Esta lectura me ha impactado. Conmueve el relato frío y seco de la demolición del soberbio, esplendoroso Templo de Cristo Salvador de Moscú, que los rusos tardaron en construir casi cincuenta años en el siglo XIX. Stalin lo demolió con dinamita en apenas cuatro meses: cien metros de paredes de tres metros de espesor, cuarenta millones de ladrillos. Además mandó destruir los cientos de miles de iconos que inspiraban la fe de la Madre Rusa. En un afán loco por producir algodón, el comunismo secó el mar de Aral, al este del Caspio. Pero eso no es nada al lado del exterminio de gentes, enemigos e incluso convencidos comunistas.
Sólo en Kolyma, una región de la Siberia nororiental, todo nieve y hielo, murieron tres millones de personas en trabajos forzados. No eran campos de esclavitud, eran campos de exterminio. La mayor parte de historiadores y demógrafos, dice Kapusçinsky, están de acuerdo en que en Ucrania murieron diez millones de personas por las hambrunas provocadas por Stalin. Pero Stalin no fue el primero en rebasar lo imaginable en atrocidades. Lenin dejó morir de hambre a tres millones de ucranianos, como recuerda Jiménez Losantos en Memorias del comunismo; seis millones de rusos perdieron la vida bajo el mandato de un tarado cuya hoz y martillo aún campea sin pudor en la cartelería comunista española.
Pablo Iglesias, el comunista al que defienden Mónica López o Àngels Barceló, (y su partido) ha alabado a Lenin públicamente. Lo malo no es que haya personajes como él: lo peor es que un buen número de periodistas estén dispuestos a jalearle. Pablo Iglesias, que lleva llamando “fascistas” al partido Vox desde que apareció en escena (asociándolo así con el nazismo), se ha declarado públicamente admirador del pensamiento de un tal Carl Schmitt, que fue un jurista del Tercer Reich, para quien la fuente del derecho era la voluntad del Führer, es decir, «la excepción convertida en norma permanente». Estas palabras que aquí cito son de Pablo Iglesias en la presentación de un libro suyo: «Imaginad lo que significa para un lord inglés la revolución bolchevique. Cuando le llega una carta y le dice que ya no hay familia Real en la Unión Soviética, que han abolido la propiedad privada y que en el ejército votan. La alteración de todas las bases estructurales del poder, eso solamente puede ocurrir en momentos de excepción. Los comunistas y alargando esto a la izquierda solo puede tener éxito político en los momentos de excepción, en los momentos de tempestad. Y creo que la historia lo ha demostrado.» (Memoria del comunismo, pág. 590). Es el mismo Pablo Iglesias mimado por los periodistas progres.
Pablo Iglesias ha mentido muchas veces: igual cuando sermoneaba con que él no haría como la casta política de burbujas en las que a él le faltó tiempo para entrar, que cuando recientemente decía que daba órdenes a la UME para desinfectar las residencias; o cuando afirma que los militantes de Vox han tirado piedras a los periodistas y vecinos de Vallecas. Pablo Iglesias dice ahora que le han mandado cartas con balas, y hay que creerle porque lo dice él, la Barceló o la periodista del tiempo.
La política española se ha convertido en un patio colegial: no hacía falta más que ver a la Barceló como si fuera una profesora de la ESO consolando al defensor de Lenin en la SER. Los medios públicos y los grandes y privados (protegidos por la administración pública) se han convertido en una mafia política que da órdenes: “las preguntas las hago yo”, le espetaba Mónica López a Rocío Monasterio cuando esta, con toda lógica y justicia le preguntaba por qué nadie le pregunta a Pablo Iglesias por qué no condena la violencia contra Vox. Todo esto ocurre mientras Vox se ha personado como acusación popular en el caso de las cartas con balas y ha dejado bien claro que condena cualquier tipo de coacción violenta fuera de la Ley. Pero por los medios corre la voz de que los progresistas se sienten amenazados y amenazadas.
Uno lee a Kapusçinsky y, en resumidas cuentas, piensa que una buena parte de los medios de comunicación españoles (esos, insistimos, generosamente subvencionados, no sólo por la izquierda y los nacionalistas, sino por los gobiernos del PP) no tienen vergüenza ni nada que se le parezca.
Santiago Abascal, acusado tantas veces por la izquierda de haber vivido siempre de la política, ha sido amenazado o agredido decenas veces desde que comenzó su carrera política a los 18 años (muchos habrán visto el vídeo de la toma de posesión de su acta como concejal, literalmente rodeado por una turba); como a otros los mataron en medio de un café o en un despacho, él tenía que ir con escolta a la universidad. Y aún dice Abascal que no está orgulloso de su etapa en Madrid, protegido por Esperanza Aguirre: otros dirían nos han jodido, haber aguantado eso sin nada a cambio.
Cuando hace unos días Iglesias abandonó el estudio de la SER, Rocío Monasterio no hizo más que decir algo que es de justicia social: si te quieres ir vete, pero vete para siempre. Vete, porque sé lo que es el comunismo, lo he leído, mi familia lo ha vivido en Cuba, y un partido como el tuyo debería ser ilegalizado. Vete, porque “El fundamento en que se apoyaba el Imperio soviético no fue sino el terror y su inseparable y tembloroso hijo: el miedo”. (El Imperio, Ryszard Rapusçinsky, pág. 332).