Al borde del colapso democrático

En mi país ya ha comenzado oficialmente el periodo electoral, y yo, al tener ciertas conexiones políticas, veo mis redes sociales inundadas con las noticias de mis conocidos asumiendo el papel de candidatos a algún cargo de elección popular.

En circunstancias normales, esto no debería causarme ninguna sorpresa, o mucho menos, ninguna sensación de rareza. Pero, desde luego, estas no son circunstancias normales, al menos no para mi, y en general no para mi país.

Hace tiempo, antes de comenzar a estudiar con seriedad el derecho y la filosofía detrás de la política, me atraía enormemente el monarquismo, aunque defendía la monarquía por motivos meramente estéticos. Un fanático de redes sociales más que un activista o un pensador enfocado.

Pero, al igual que con todo en nuestro mundo, siempre debe darse un desarrollo que permita que uno se acerque a lo que es bueno, verdadero y bello, y dentro de esos parámetros, a lo que es justo. Y ciertamente el ideal de democracia entra en esa categoría.

No quiero que existan malas interpretaciones: se puede ser monarquista, y también demócrata. Igualmente se puede ser aristócrata, ya que todo se conglomera en ser republicano. Pero, ¿qué significan todas estas etiquetas cuando el lector ocasional no puede ni siquiera identificarlas o mucho menos distinguirlas?

Para el malintencionado, esto es una contradicción, y mucho peor, eso es ser alguna suerte de autoritario populista. Para quienes tenemos la Ciudad de Dios, como la describió San Agustín de Hipona, como nuestro modelo e inspiración de orden político, esto no es sino parte del gran esquema se las cosas, que se revela ante quienes buscan entenderlo.

En ese sentido, ser republicano equivale simplemente a ser alguien que apoya a la res-publica, el asunto público, el orden político. Y este orden político puede ser una monarquía, una aristocracia y una democracia. Todas al mismo tiempo, de hecho.

Potencialmente, una república estable y desarrollada, una polis organizada en base al orden divino sería tanto monarquía, aristocracia y democracia, porque tendría lo que Platón denominaba sistemas de gobierno virtuoso en todos sus niveles.

Desde su jefatura ejecutiva, ya sea temporal o permanente, electiva o hereditaria, operaría como monarquía y no como tiranía, con líderes sabios que guíen y orienten a sus pueblos.

Su cuerpo legislativo sería asimismo una aristocracia, compuesta por los mejores entre los mejores para representar a ese pueblo y crear leyes que los gobiernes siempre en función de su libertad y su prosperidad, en lugar de una oligarquía abusiva que solo vele por sus intereses propios y coercione y fuerce a todos aquellos que perciban como herramientas o enemigos.

Y todo ello estaría asentado en una democracia firme, orgánica, verdaderamente representativa, que sea responsable ante quienes los eligen y que les rindan cuentas a ellos de su labor, no en una oclocracia donde el representante es escasamente conocido y su labor, además de irresponsable, es corrupta.

Digo todo esto porque esta es la política ideal, que a menos que seamos inspirados divinamente, no podremos aplicar en nuestros Estados y seguiremos bajo el enganche venenoso de la ley de hierro de nuestras oligarquías, que han encontrado en el Estado formas de vida fáciles y opulentas, sin tener que asumir responsabilidad ante ellos ni ante el electorado al que mientes y decepcionan con sus actos.

Y digo esto porque, al menos en mi país, esta mal llamada «democracia» ha llegado a un nivel tan profundo de desnaturalización que, por la mera necesidad de cubrir cuadros de candidatos legislativos, los partidos están dispuestos a sacrificar a jóvenes recién graduados o sin títulos universitarios y a sacrificar sus futuros inciertos con tal de tener presencia en las papeletas de votos.

Las decadentes oligarquías que gobiernan y han des-gobernado nuestras naciones por ya un tiempo han perdido a tal punto la perspectiva de lo que es un buen gobierno, un gobierno virtuoso, que han caido en el mismo error y en el mismo pecado que algunos señores de la guerra africanos: que los jóvenes, por impetuosos y comprometidos con ideales van a ser buenos soldados.

Si la política y la diplomacia son, como diría Clausewitz, la continuación de la guerra por otros medios, lo que hacen los corruptos y viejos oligarcas del sistema de partidos en mi país y en tantos otros es un equivalente moral al crimen de guerra de enviar niños soldados al matadero del campo de batalla.

Existe una correlación importante entre la edad y la sabiduría, que proviene justamente de la experiencia. Esto en la política se traduce en una mentalidad cortoplacista o en una visión a largo plazo.

El candidato excesivamente joven representa, por su escasa edad, esa mentalidad cortoplacista, por su falta de experiencia y consecuentemente de sabiduría, que se traduce en decisiones impulsivas y llenas de sesgo personal, además de poca sabiduría afilada por años de trabajo y aprendizaje.

Un ejemplo de esto está en la forma en que jóvenes solteros y ciertamente irresponsables son los primeros en apoyar leyes favorables al aborto, al Estado de bienestar o al matrimonio homosexual. Todas decisiones basadas en un hedonismo individualista.

El candidato mayor más bien demuestra ser cauto, razonable, coherente en su visión y su propuesta. La edad conlleva una experiencia importante que influye en su toma de decisiones y que revela una visión más matizada de la vida, de la sociedad y de la política. Incluso si existen intereses personales de por medio, su propia experiencia de vida lo inclina a pensar en bienes mayores que el hedonismo individualista.

El candidato mayor es estratégico y es consistente con sus realidades sociales, que generalmente se perfilan como cuerpos intermedios. Su trabajo se va a enfocar en defender a su familia, a su gremio, a su comunidad por encima del capricho del Estado central o del berrinche del burgués atomizado.

Es por ello que también se los considera como zorros astutos, agentes políticos que juegan con las piezas disponibles a favor de estos intereses, a veces con buenas y lamentablemente muchas veces con malas intenciones.

Y es también por esta razón que ver candidatos tan jóvenes para las elecciones legislativas nacionales de un país no debería ser señal de alegría, sino de preocupación, porque no significa sangre nueva ni ideas nuevas en el debate público ni en la mesa de desarrollo de políticas públicas.

Ver candidatos con escasa a nula experiencia de vida en la palestra electoral solo puede significar la promoción de una agenda entrópica y anticivilizatoria, que aprovecha de la ingenuidad del ímpetu juvenil, y que es, desde luego, manipulada por aquellos viejos zorros de la oligarquía de partidos, que ven en esos muy jóvenes candidatos sus piezas para lanzar y quemar y así mantener su eterno poder sobre nuestras libertades.

Y ante eso, uno solo puede temer por estar cada vez más cerca del borde del colapso democrático, en el que los infantes legislen y los ancianos lucren de la desgracia de la generación productiva.

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