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Jesús había dicho a los apóstoles por medio de las mujeres que fueran a Galilea que allí le verían. En efecto, volvieron pronto a su tierra dedicándose de nuevo a sus antiguas faenas. Una noche salieron unos cuantos a pescar entre los que estaban Pedro y Juan. Como estaban desentrenados pasaron toda la noche sin pescar nada. Al amanecer, un hombre desde la orilla les gritó: Muchachos, ¿tenéis pescado? Le dijeron: No. Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. En efecto echaron la red y se llenó de peces: 153 grandes, más multitud de pequeños que devolvieron al mar.
Juan, con la intuición especial que le venía de su amor a Jesús, le dice a Pedro: Es el Señor. Pedro, que estaba desnudo, se pone la túnica y se arroja al mar para ir donde el Señor. Pedro lo necesitaba, la culpabilidad corroía sus entrañas. Le había negado cobardemente delante de una criada. Se acercó pero no pudo tomar la iniciativa ya que Jesús lo tenía todo preparado. En una pequeña hoguera estaba asando un pescado y al lado pan suficiente. Cuando llegaron los de la barca les dijo: Traed de vuestro pescado. Una vez asado les dice: Vamos, comed. Y se pusieron todos a almorzar. Estaban expectantes delante del Señor: seguros pero temerosos.
Señor tu imponente condición de resucitado impresionó y cerró la boca de todos los discípulos, incluso la de Pedro. Comieron en silencio. Los ojos de todos estaban humillados, fijos en el fuego porque tú querías que revivieran la escena en la que Pedro te negó, delante de otro fuego. Tus ademanes eran de confianza y por eso no se asustaron. Pronto se iban a dar cuenta. Señor haz saber a todos los difuntos de la pandemia que te negaron y ya se encuentran contigo, que tu bondad y tu misericordia son eternas. A Pedro se lo ibas a recordar pocos minutos después.