Leer artículo anterior
Tu agotamiento, Señor, al caer en tierra por tercera vez era total. En adelante ya no pudiste dar un paso por ti mismo; te llevaban casi a rastras. Estabas muy cerca de lo alto, del lugar de tu muerte pero no pudiste con los últimos metros de la pendiente. La cruz la subió Simón de Cirene. Sin embargo, tu corazón estaba muy vivo. Te regocijaste en tu impotencia, en tu extrema debilidad y tu alma se sonrió delante de tu Padre. Le hiciste desde el suelo un guiño de amor y le dijiste: “Padre, por todos los que tú amas”. El te respondió: “Hijo, no creé el universo para que hubiese estrellas sino para que tú pudieras vivir este derroche de amor”.
Derrama, Señor, tu gracia de sanación y fortaleza, la que mereció esta caída, por todos los que están en los últimos metros de la impotencia: los ancianos en sus residencias, los que no se valen por sí mismos, los que están en silla de ruedas, los encarcelados, los ciegos, los secuestrados por la vida y la sociedad, los aterrorizados estos días por ese virus maligno. Acuérdate, también, de los que están psíquicamente gastados por los confinamientos, la falta de trabajo, de cariño y de interioridad, los que viven en pisos chiquititos, los que no tienen paz en su hogar, los que piensan en el suicidio como única solución. Señor, esta pandemia ha llevado a muchos hasta el extremo. Yo me veo impotente desde este lodazal para acompañarlos y me veo también impotente ante mí mismo. A mí también me da recelo al salir de casa, siento a los demás como agresores potenciales, incluso a los que viven conmigo. Yo también tengo miedo.