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Sucedió también el mismo día, el más bello y grande de la historia del cosmos. Terminado el sábado y después de tres días de la muerte de Jesús, un tal Cleofás y otro discípulo, abandonaron el grupo, heridos sus corazones por algo parecido a un timo. Se dirigieron andando a Emaús a 16 kms de Jerusalén, es decir, volvían a su vida decepcionados porque esperaban la liberación de Israel y todo había fracasado.
Jesús les alcanzó y se puso a caminar con ellos explicándoles poco a poco las Escrituras. A los desertores les resultaba interesante la conversación. Al llegar cerca de Emaús Jesús hizo ademán de seguir su camino. Cleofás y su amigo le apremiaron: Quédate con nosotros porque la tarde está cayendo y pronto va a oscurecer. Jesús accedió. Al cabo de un rato se sentaron a la mesa. Jesús tomó el pan, lo partió y le dio un trozo a cada uno. En ese instante se les abrieron los ojos y le reconocieron.
Señor, qué alegría poder ver con esos ojos nuevos. No permitas que te juzguemos y juzguemos a tu Iglesia con los ojos viejos, los de nuestra inteligencia y modo de pensar. Haznos comprender que necesitamos la clave del Espíritu, de su luz, para que la fe cambie nuestra vida como a los de Emaús y volvamos rápidos a Jerusalén, a la comunidad donde tú estás. Te doy gracias y te pido para que en nuestra familia, comunidad y parroquia haya cada vez más vida de la buena, de la que lo supera todo con unos ojos nuevos redimidos por tu resurrección.