Más de un año lleva asolando la maldita pandemia al mundo entero. Millones de muertos, millones de contagiados y, según parece, todavía queda mucho tiempo para alcanzar la inmunidad de rebaño –que horror de expresión por cierto-. Una tercera ola nos está castigando de manera in misericorde, aumentando día a día las cifras y estadísticas varias. Es verdaderamente desolador, desconsolador, amargo y triste, muy triste, en especial para los países menos desarrollados que, sin vacunas, hospitales ni medios mínimamente adecuados, esperan impotentes la sacudida mortal y criminal del endiablado virus.
Hay un título de una obra de Miguel Hernández que, de manera reiterada, viene a mi cabeza cuando leo o escucho el parte diario de los datos registrados. El título de este libro, absolutamente recomendable es “El rayo que no cesa”. Y es que no veo el final, se me asemeja a las luces del túnel de Guadarrama, con sus anaranjadas luces que, cuando parece que terminan, nuevamente más luces siguen destellando. Veo luz, tengo esperanza, pero los pasos que se están dando son cortos y lentos. La campaña de vacunación va con retraso, hay problemas con las industrias farmacéuticas encargadas de la distribución, se multiplican las variantes de las cepas y, con toda seguridad, una cuarta ola se espera para después de Semana Santa. En definitiva, que el año 2021 irá venciendo y el coronavirus seguirá sembrando desolación, devastación, destrucción y ruina en todos los niveles y esferas de la vida social y económica a escala planetaria.
Un año de desigual pelea contra un enemigo desconocido, mortífero y cambiante. Pero….ahí han estado, están y estarán ellos, nuestros sanitarios, verdaderos héroes anónimos en primera línea de fuego, en la vanguardia que trata de arrebatar vidas a la muerte. Ellos mismos son las primeras víctimas del ataque letal del Covid-19. Son nuestros ángeles de la guardia, acreedores y merecedores de un homenaje y reconocimiento más que merecido. Desde el primer momento no dudaron en poner en riesgo sus propias vidas. Son un ejemplo para todos de integridad, profesionalidad, abnegación, capacidad de trabajo y sacrificio, vocación y extrema generosidad. Tenemos un lujo de personal sanitario del que creo no somos suficientemente conscientes. Aquellos aplausos desde los balcones tributados –después derivados en carnavaladas- no pueden caer en el olvido, no pueden ser simplemente una anécdota. Hoy también merecen ser estimulados por nosotros, no debemos abandonarles en su quehacer diario, en su fatiga y cansancio, en su labor y entrega. Merecen todo, ya que todo es lo que nos están regalando. Doblando turnos, renunciando a vacaciones y descansos más que merecidos, siguen al pié del cañón, con menos fuerzas, pero con el mismo empeño y arrojo que siempre.
Quien les escribe ha sufrido el suplicio de estar ingresado por neumonía bilateral causada por nuestro enemigo común. Afortunadamente me estoy reponiendo en casa, con todas las secuelas conocidas provocadas por el “bicho”. He sido un testigo involuntario de la grandeza del patrimonio humano con el que contamos en nuestra sanidad. Quiero ser considerado y por eso cito el lugar de mi convalecencia. El hospital “Río Carrión” de la ciudad castellana de Palencia, planta once.
Desde que llegara a urgencias, pronto pude comprobar la diligencia, la eficacia y la rapidez con la que se trabajaba, pese a estar sometidos a una presión verdaderamente insufrible. Un ir y venir constante de ambulancias, un permanente traslado de pacientes en camillas y sillas de ruedas, médicos, enfermeras, celadores y demás personal se afanaban en multiplicarse por doquier. Por primera vez, esas imágenes de las series televisivas sobre médicos y hospitales que se emiten cobraban un realismo dramático. Profundo respeto y admiración me provocaba el coraje, ímpetu y furia con las que se afanaban en su empeño.
Tras casi siete horas de permanencia en el box de urgencias y habiéndome hecho con enorme agilidad todo tipo de pruebas, me subieron a planta, afortunadamente para mí, ya que dada la saturación y la falta de camas disponibles, había obligado a efectuar traslados de enfermos a las ciudades vecinas de Valladolid y Burgos. En Palencia, lo sabrán por las noticias, nos situamos a la cabeza de España en los indicadores de máxima gravedad. Tremebundo, espantosa y terrible ha sido la tercera ola, muy superior en contagios, hospitalizaciones, ingresos en UCI y, lamentablemente, en el número de fallecidos, muy superior la primera.
En la habitación, con oxígeno y un tratamiento eficaz, fui atendido de manera maravillosa. No puedo sino estar eternamente agradecido a todos: médicos, enfermeras, celadores y personal de limpieza. Fui tratado, como todos, con permanente vigilancia, se me practicaron múltiples análisis y radiografías, en definitiva, de una forma excelente. No tengo ningún pero, y menos aún, queja de ninguna naturaleza. El servicio de comidas, puntual y exquisito. Alimentos variados, con una dieta equilibrada eran servidos con amabilidad y cordialidad. Siempre con una sonrisa y un gesto amable, acompañados de alguna breve conversación. El personal responsable de camas, pijamas y limpieza ha sido impecable y con interés por tu estado y siempre disponible. Las enfermeras hacían su trabajo con empatía hacia el paciente, consideración y buen hacer. Pese al dolor vivido y sufrido después de tanto tiempo, su ánimo no había desfallecido, más al contrario, se había reafirmado y consolidado. Me parece admirable. Y qué decir del médico, Francisco del Castillo, un ejemplo de vocación encarnada, vivida con una pasión incontestable, con discreción y sencillez.
En definitiva, con los ojos enjuagados en lágrimas al recordar a estos héroes anónimos, quiero tributarles, una vez más, mi aplauso y eterna e impagable gratitud.