Leer artículo anterior
Sucedió a media noche. Si hubieras estado durmiendo en el amplio sepulcro, al lado del cadáver de Jesús, no habrías notado nada. Ni el más mínimo movimiento o ruido. Nada te hubiera despertado. Por la mañana, ante tu extrañeza y terror, el ángel del sepulcro te hubiera dicho como a las mujeres: “No te preocupes, no pasa nada, Jesús no está aquí, ha resucitado”.
Es que Jesucristo no resucitó en nuestra creación como Lázaro. Resucitó en la nueva creación. Todo su ser, hasta la más pequeña célula, fue arrebatado a una dimensión nueva. ¡Qué maravilla! Este es el hecho diferencial del cristianismo. Con este hecho comienza la fe. Todo el Antiguo Testamento es preparación para esta fe. El que crea en este suceso fuera de toda lógica y apoyo, cree con la fe que le da el Espíritu Santo, espera y ama por la fuerza del mismo Espíritu. Esto ya es una realidad que pertenece a otro mundo.
Señor yo sé que lo único que me salva es esta fe. Creer en la resurrección limpia mi conciencia, como dice San Pedro (1Pe 4,21). Hazme sencillo para que pueda creer en ello, como los niños. Estamos en pandemia desde hace dos años, prácticamente confinados por temor a un virus que mata. Pese a todo seguimos muy endurecidos. No aceptamos nuestra fragilidad. No oramos, no aceptamos el prodigio de tu resurrección. Algunos se preguntan: “¿Dónde está Dios?” Pero yo digo: Gracias, Señor, porque estás vivo.