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A los cincuenta días de la resurrección del Señor la Iglesia, siguiendo al evangelista Lucas, nos pone el día de Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo vino a unificarlo todo lanzando a la Iglesia al testimonio definitivo hasta el fin del mundo. Guiados por el Espíritu Santo anunciaremos al mundo que ese Jesús, a quien hemos crucificado, Dios lo resucitó y es el único nombre en el cual podamos ser salvos.
Los apóstoles temerosos y cobardes se refugiaban en un caserón con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Aquel día, por la mañana, una especie de lenguas de fuego se posó sobre todos los circunstantes, unas 120 personas, en los que se realizó una conversión psicológica y carismática que les llenó de valor y valentía. Pedro abrió la ventana y le gritó a todo el mundo que ese Jesús, al que habían crucificado ha sido constituido, Señor, Mesías y Juez de la historia. Convertíos a Jesús, seguía gritando, a ese para quien hace unos meses pedíais la muerte a Poncio Pilatos porque le creíais un malhechor, y el que de ahora y en adelante será el quicio de toda fe y salvación.
Señor en esta pandemia tenemos que elegir entre la valentía y el miedo, entre el testimonio y la cobardía. Tu Espíritu es la libertad. Si no lo acogemos, nos refugiaremos en nuestro caserón ante el miedo a la muerte, de lo que se habla poco, y ese otro miedo más sutil y tenebroso, del que no se habla nunca, que se refiere a lo oscuro e impenetrable del más allá. Sin tu trascendencia, nos asfixiamos. Envía, Señor, sobre todos los hombres un pentecostés muy poderoso.