Leer artículo anterior
¿Quién ayudó a José de Arimatea a bajarte de la cruz? Juan nos cuenta que en ese momento apareció Nicodemo, tu viejo y nocturno amigo de antaño, con aromas para ungirte. Seguro que estaba María, tu madre, la Magdalena y las otras mujeres que te querían. Y el propio Juan. El pueblo cristiano te ha imaginado desde siempre en brazos de tu madre acogido por la piedad y la compasión más exquisita. Ningún sacerdote ha tocado tu cuerpo a lo largo de los siglos con tanto cariño como lo hizo tu madre. Estamos en el momento de la máxima piedad y el máximo respeto. Se acabó la pantomima, se acabaron los esbirros y sus burlas, se acabó el furor infernal.
Sí, Señor, ha triunfado la misericordia pero colocando cada cosa en su sitio. Tu muerte no engendra una gracia barata. Hemos sido perdonados por tu sangre pero cada uno de nosotros entenderemos en nuestra alma la parte con la que hemos contribuido a tu crucifixión. La misericordia no diluye la justicia; triunfa sobre ella pero no la suprime. No hay ningún hombre al que no se le revele hasta el fondo su pecado, y eso será su purgatorio o su infierno. Tú, Señor, no has muerto para fomentar irresponsabilidades. Ha sido todo demasiado serio; tu sangre ha costado un alto precio. A veces la malgastamos despreciando, criticando, murmurando y alejando de nosotros fácilmente a muchos por los que tú has muerto. Haz que entendamos el don de tu sangre y nuestra responsabilidad respecto a ella.