¿Qué sería de nuestra salud sin el Estado?

Hoy, lunes 9 de enero, hemos tenido conocimiento, a través del diario EL PAÍS, de una encuesta, según la cual, más de dos terceras partes de la sociedad española serían favorables a pagar más impuestos «para mejorar la sanidad».

Los resultados estadísticos vienen a publicarse, a propósito, en un momento en el que hay cierta situación incendiaria. La presentación del estudio se centra bastante en la fiscalidad de la Comunidad de Madrid, aunque se haga alguna mención a otras comunidades autónomas.

Sabemos ya que la izquierda está empeñada en dar a entender que los servicios sanitarios gestionados por el gabinete de la Puerta del Sol tienen unos estándares deficientes, peores que los de Venezuela o los de Corea del Norte.

Están disgustados también porque en Madrid hay un volumen mayor de oferta y demanda en servicios sanitarios privados (pese a que no pocos se benefician de estos ya sea como pacientes o como empleados).

Pero también está claro que esto es una desesperación ante el hecho de que no han sido capaces de tomar las riendas del ejecutivo que actualmente preside Isabel Díaz Ayuso. De hecho, esto es un arma arrojadiza que no se emplea en otros territorios, que está muy utilizada desde 2012.

En cualquier caso, al margen de la estrategia partidista -que en cierto modo podría estar incidiendo en VOX, hay que decir que se intenta sacar tajada de este estado de opinión para vender la «supuesta eficiencia necesaria» del Bienestar del Estado.

Más impuestos no garantizan un mejor servicio

Los madrileños están entre los españoles con una menor presión fiscal. Así pues, se intenta sugerir que los problemas de la sanidad se solucionarían si se tributase o tanto, por cualquier cosa, en Ciempozuelos como en Langreo.

Parece ser que si se pagase por el Impuesto de Patrimonio o hubiese más impuestos autonómicos, las listas de espera desaparecerían de un plumazo, al margen de que fueran para una intervención quirúrgica, una prueba diagnóstica o una revisión.

Pero lo cierto es que, una gestión política más socialista no necesariamente garantiza un «mejor servicio». Esto también se da en España. Basta con remontarse a ejemplos tan concretos como los inestables techos de los hospitales de Badajoz y los hospitales «voladores» de Valencia.

En Canadá, un territorio que se contrapone mucho a unos Estados Unidos donde supuestamente hay «sanidad de libre mercado» (en realidad, programas como Medicare y Obamacare regulan la provisión de las pólizas y hay considerables proporciones de gasto y maniobra estatal federal), también hay colapso.

Luego, sabemos que allá donde la libertad económica es nula, donde el éxodo es prácticamente obligatorio, la calidad de vida es nula (la mortalidad también viene a ser algo más elevada, el hacinamiento es notorio, las transmisiones son más habituales y el suministro puede fallar). China, Cuba y Venezuela, por ejemplo.

En cambio, en Suiza y Singapur, donde se resiste mucho más a los latigazos de la hegemónica banca central (a nivel global) y el intercambio de bienes y servicios es muchísimo más flexible, la provisión de seguros privados es eficaz y «no deja a nadie atrás».

Subsidiariedad frente a planificación

La historia nos demuestra que la planificación centralizada no es un soporte vital para los individuos que habitamos en este mundo. No ocurre ni en los países pobres ni en los países ricos (aparte de que la pobreza es su máxima).

La planificación centralizada obliga al individuo a pagar por unos servicios que no necesariamente le resultan eficientes y convincentes. De hecho, este monopolio también puede desincentivar la competencia en aquellas regiones con menor densidad de población (comparemos Madrid con Cáceres).

De igual modo, el valor del individuo solo se reduce a la apreciación del mismo como una carga atómica, numérica e impersonal. Esto es importante saberlo en la medida en la que el Estado puede llegar a vulnerar el derecho a la vida mediante la promoción de la eutanasia y del aborto (actos de exterminio).

Tampoco hemos de olvidar que no todo el gasto sanitario va destinado a los centros médicos y sus profesionales. Las administraciones estatales cuentan con organismos hipertrofiados para «gestionar la sanidad», contando con ministros/consejeros, cargos de segundo nivel, asesores, empleados administrativos y funcionarios. El enchufismo entra bastante en juego, con sus dosis electoralistas y/o clientelares.

Ahora bien, alguno podrá volver a preguntar, de manera monotemática, qué se ha de hacer con aquellos que tienen pocos recursos económicos. Pero hay que recordar que el egoísmo no es la antítesis de la planificación centralizada. Dentro de la libre concurrencia espontánea, hay posibilidad y deber moral de ayudar al prójimo.

La libertad de mercado, en sí misma, no puede imponer una distribución concreta. Hay muchos patrones. Así pues, no es difícil que, en base al principio de subsidiariedad, conectado con la solidaridad, haya mutualidades u otra clase de redes de apoyo que puedan beneficiar a aquellos que están más desfavorecidos o en una situación económica complicada.

El Estado, al fin y al cabo, solo garantiza una pérdida de libertad y de poder adquisitivo. Perder buena parte de tu nómina o pagar muchos productos perdiendo un dinero superior al precio de mercado no nos garantiza nada. No hay justificación moral para el latrocinio fiscal expoliador.

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