No cabe duda de que históricamente estamos en máximos de hablar de la ultraderecha. El número de veces que aparece la palabra ultraderecha en un periódico en las noticias del día de cualquier medio supera con creces probablemente la de cualquier época reciente. Hay políticos que no pueden terminar una frase sin introducir como sea la referencia que sea a la “ultraderecha”, aunque el tema de su discurso sea gastronomía. Estamos en el año de Franco y vivimos a uno u otro lado de un muro como los habitantes de Juego de Tronos. ¿Pero qué significa esto?

Ante la evidencia de todo lo que utilizamos la expresión “ultraderecha”, sólo caben dos hipótesis. La primera es que efectivamente estamos en un momento de la historia equivalente a los años 30, con camisas pardas, desfiles, antorchas, cristales rotos y el Reichstag iluminando el cielo de la noche berlinense. ¿Es este el diagnóstico correcto? ¿Dónde está el uniforme de Abascal? ¿Alguien ha visto con una antorcha a Feijóo? ¿Han pintado de blanco al negro de VOX? ¿Quiénes son las personas que no pueden ir a dar una charla para decir lo que piensan a una universidad? ¿Quiénes son los partidos que no pueden poner una mesa o una carpa en la calle sin que se la tiren, les insulten o los agredan? ¿Es Otegui el que no puede salir en Esukadi a la calle? Si es la gente de derechas la que no puede mover una pestaña ni salirse una sílaba del pensamiento único sin ser cancelada, ¿nos encontramos ante una amenaza totalitaria de la izquierda o de la derecha? En nombre de estar combatiendo una supuesta amenaza totalitaria de la derecha, ¿no es la izquierda la que prácticamente ha impuesto una tiranía en la que profundiza día a día?

Por el contrario, hay otra hipótesis para explicar por qué hablamos tanto de “ultraderecha” sin que realmente haya ninguna amenaza real ultraderechista. Por un lado, como decíamos, pasarse el día hablando de la ultraderecha es una forma de justificar, en nombre de la lucha contra la ultraderecha, todo tipo de medidas de corte totalitario y liberticida que a lo que en realidad nos conducen es a una dictadura ultraizquierdista, pero hay otro motivo. Cuando un gobierno se ve rodeado y abrumado por los casos de corrupción, por los catastróficos resultados de sus políticas, o interpelado por el empobrecimiento y la inseguridad de la población, presentar a la alternativa como la “ultraderecha” puede convertirse, al menos mientras haya elecciones, en la única forma de sostener el poder.


Es decir, si la elección que se le plantea a los votantes es entre Pedro Sánchez y un candidato normal, a estas alturas todo el mundo escogería al candidato normal. Es como si a la gente se le da a elegir entre un plato de albóndigas o un plato de excremento de gato. Por consiguiente, si quieres que la gente escoja a Pedro Sánchez o el excremento de gato, la única forma de conseguirlo es decir que las albóndigas están envenenadas o que el candidato alternativo a Sánchez es un fascista, o alguien que le va a abrir la puerta de Moncloa a la extrema derecha. Mientras tanto, aparte de tener a todo su entorno político y familiar imputado, Sánchez gobierna de la mano de formaciones que justifican la dictadura de Maduro, que consideran a Fidel Castro el guía de los pueblos, que están lideradas por un condenado por secuestro, que están lideradas por delincuentes que han cambiado su indulto por su voto a Sánchez, que quieren independizarse de España, o que están lideradas por un tipo que sólo puede entrar y salir de España metido en un maletero. ¿Dedicaríamos un sólo minuto a hablar de la ultraderecha si tuviéramos un gobierno medio normal con socios medio normales? ¿Cómo justificas todo eso sin pasarte el día hablando de la ultraderecha y de la amenaza de la albóndiga envenenada?
Un comentario
El discurso de la izquierda y extrema izquierda es siempre el mismo; a falta de proyectos políticos, incluso de ideología, tienen que señalar un «chivo expiatorio», lo llamen extrema derecha o fascistas. Históricamente les ha funcionado, máxime con un electorado poco crítico con su gestión, electorado en muchos casos simplista: la izquierda es buena, la derecha es mala. Y así nos va. Si un presidente de centroderecha o derecha hiciese la décima parte de lo que está haciendo Sánchez, España ardía por los cuatro costados. Y, por cierto, lo de la antorcha y el uniforme, de momento, los únicos que lo practicaron fueron los de ERC.