Una de las cuestiones inquietantes que se ha planteado jocosamente alguna vez respecto a la Ley Trans es el asunto de la sucesión a la corona. Es decir, tenemos un jefe del estado que lo es porque la Constitución determina un particular orden de sucesión. Un orden que no deja de tener su enjundia ya que perjudica a la mujer, por más que se refleje en la Constitución lo que a su vez podría ser una discriminación incompatible con la propia igualdad establecida por la Constitución:
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Sucesión de la Corona. Artículo 57.
La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos.
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El caso es que ya tenemos a don Felipe coronado, pero de hecho la infanta Elena es mayor que don Felipe y, en un sistema de elección igualitario y no discriminatorio, como supuestamente debería ser el nuestro, la reina en este momento debería ser doña Elena de Borbón. No en vano, la reforma del artículo 57 evitando la preferencia por el varón es una cuestión que se ha planteado en diversas ocasiones no sólo por injusta, sino por haber podido presentar un importante problema. Imaginemos de hecho que doña Leticia se queda embarazada y tiene un niño, ¿qué hacemos con la princesa doña Leonor? ¿Qué hubiéramos hecho si la infanta Sofía hubiera sido un niño?
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La Ley Trans, por tanto, abre un nuevo escenario, como el de que la infanta Elena se cambie de sexo. En tal caso, ¿no podría reclamar la corona para sí? ¿Y qué hacemos si se lo plantea la infanta Sofía?
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Ante este tipo de dilemas, la Constitución establece en el artículo 57.4 que “Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica”. Pues estamos apañados. El dilema se resolvería según lo que decidieran a pachas Sánchez, Montero, Otegui y Junqueras. La Constitución no establece que la solución al dilema sea una salida sensata, sino sólo lo que establezca una ley orgánica.
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¿Podríamos ver a Froilán reinando en España? Pues resulta que no se trata de un escenario del todo inconcebible no ya por la eliminación de todos sus precedentes en la línea sucesoria, sino por una extravagancia legislativa, la cual tendrían que resolver los propios responsables de la extravagancia legislativa originadora del problema. Aunque claro, los redactores de la Constitución del 78 tampoco pueden alegar en esto una completa ausencia de extravagancia. Lo que está claro es que la monarquía es mucho más divertida que la república.
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En un mundo en el que la realidad queda desplazada por la autopercepción de la realidad y la autodeterminación de la realidad, lo cierto es que nada se puede sostener con seguridad. Don Felipe podría decir que él se autopercibe como mayor que doña Elena y que por tanto no se doblega a las imposiciones del heterocronopatriarcado para renunciar a la corona. También podría pasar que Kiko Rivera anunciara que tiene doble personalidad, una de las cuales es la de Napoleón y otra la de Felipe VI, reclamando para sí tanto la corona de España como la de Francia. ¿Quién es más Felipe VI? ¿Felipe VI o quien se autopercibe como Felipe VI? ¿Cómo medimos quién se autopercibe con más intensidad? ¿Cómo consolidamos los avances legislativos de la izquierda si aceptamos que un hombre es más hombre que una mujer que se autopercibe como hombre o que Felipe VI es más Felipe VI que un señor de Zamora que se autopercibe como Felipe VI? O no avanzamos realmente nada hacia la para-realidad progresista o, ¿quién es la realidad para impedir que yo me autoperciba o me autodetermine como quiera?
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Podría pensarse que todo esto es un asunto menor o un divertimento a cuenta de Irene Montero y la Ley Trans, pero el problema va mucho más allá. Realmente existe un problema con la verdad y la realidad. La modernidad está en guerra con la verdad y la realidad. No hay una verdad. No existe la realidad. Todo es del color del cristal con que se mire. Todo depende del “relato”. Todo es relativo menos que todo es relativo, que irónicamente se ha convertido en la única verdad absoluta.
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Felipe González: "En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad" pic.twitter.com/1mgSUGfRmG
— El HuffPost (@ElHuffPost) October 17, 2022
Felipe González acaba de proclamar que “en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. O sea, que de aquellas cales vienen estos lodos. Alguien podría decir que González no ha querido decir lo que ha dicho, sino que en democracia puede imponerse una mentira que los ciudadanos crean que es verdad. El problema, primero, es que Felipe González dijo lo que dijo. Segundo, que si tenemos que adivinar no lo que Felipe González dijo, sino lo que quería haber dicho, entonces pudo haber dicho cualquier cosa, la cosa contraria o -tratándose de González- ambas.
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Irene Montero al final sólo es la evolución natural de Felipe González. Mañana por la tarde el Congreso puede votar sobre la existencia de Dios o sobre si España es Asia, y según Felipe González si Dios existe o España es Asia dependerá de lo que diga la mayoría. Y si alguien dice que España no es Asia será un antidemócrata. Y si el Congreso vota que Dios no existe, pero el año que viene vota que sí, entonces Dios se pasará un año inexistiendo antes de volver a re-existir.
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Tengámoslo al menos claro. Con estos mimbres que la infanta Elena se cambie de sexo es lo menos perturbador que nos puede pasar. Estableciendo tamaños mimbres como cimiento de una sociedad cualquier cosa (mala) puede pasar.
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