El llamado “lenguaje inclusivo” es exclusivo. Paradójico pero cierto. Tampoco nos extrañemos mucho, el sino de los tiempos es poner a las cosas un nombre que signifique todo lo contrario que la cosa nombrada. A mantener una serie de desbarajustes estratosféricos, por ejemplo, le llamamos “plan de sostenibilidad”. Nada tiene de raro que esto se aplique también y con mucho mayor motivo a todo lo que tiene que ver con la ideología de género y la supuesta nueva sexualidad.
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El problema del lenguaje inclusivo y la ideología de género es que el género deja de ser un hecho biológico, que se convierte en irrelevante, y pasa a ser un género sentido. O fluido. Lo que sea menos un hecho objetivo. En ese universo los niños pueden tener vulva y los hombres quedarse embarazados. No importa la realidad. Si es imaginable es aceptable. Es más, hay que perseguir a cualquiera que se niegue a aceptarlo. Todo es aceptable menos la realidad.
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Como consecuencia de todo ello, la cantidad de géneros y categorías a los que se puede dar lugar no tiene otro límite que la fantasía. El resultado es un cuadro de este tipo, con algunos de los problemas asociados que iremos viendo.
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Hablábamos de los problemas conceptuales que engendra un cuadro como este porque da lugar a situaciones como tratar de distinguir a un semi-chico de una semi-chica, lo cual es como vender por separado los cortes de vainilla y chocolate de los de chocolate y vainilla. Salvo el etiquetado todo sería lo mismo. Pero ciñéndomos al problema del lenguaje inclusivo salta la vista que estamos perdidos.
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Frente a quienes nos quieren imponer como un avance el todos y todas y vascos y vascas y jueces y juezas, el cuadro anterior evidencia que el problema de fondo queda lejos de poder quedar resuelto con el lenguaje inclusivo. Con el todos y todas nos quedamos cortísimes. Nos faltan sílabas para utilizar una fórmula que incluya a todos los géneros concebibles. Iniciar un discurso o escribir un texto incluyendo todo lo incluible resulta imposible. No digamos escribir una novela. O la literatura, o la ideología de género.
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El caso es que eso sucede precisamente porque se nos está imponiendo un lenguaje exclusivo en vez de uno inclusivo. Inclusivo es el lenguaje de toda la vida. El “todos” que incluye a todos y a todas. Si tenemos que distinguir a todos, todas, todes, todus y todis, es precisamente porque el lenguaje ha dejado de ser inclusivo, porque se exige distinguir y especificar todas las categorías posibles, que son todas las concebibles, en vez de utilizar un lenguaje efectivamente inclusivo. Si alguien se sentía ofendido y excluido por el “todos”, ya que se siente agénero, pangénero, transespecie, comunista o circungénero, igual de excluido y ofendido se tendrá que seguir sintiendo si en vez de todos sólo decimos todos y todas.
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Si además decimos jueces y juezas o españoles y españolas, en vez de juezos y juezas o españolos y españolas, ya es que estamos ofendiendo no sólo a todo tipo de categorías sexuales imaginarias, sino a la propia lengua. Por no decir al sentido común, la economía de lenguaje y la inteligencia.
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