El fuero catalán: maldición, bendición o traición

Nos fuimos de vacaciones en una España y hemos regresado a una España distinta. Una España confederada y asimétrica en la que resulta que ahora tenemos un cupo catalán. Y no es que nos fuéramos de vacaciones en julio de 1917 y hayamos vuelto ahora, sino que en poco más de un mes el mandarinato sanchista ha vuelto la estructura administrativa del estado español del revés. Por supuesto el mandarinato lo ha hecho sin consultarlo con nadie, sin llevarlo en el programa electoral, sin preguntar a sus bases, sin recabar una mayoría social, sin llevar a cabo una reforma de la Constitución… Lo ha decidido el presidentísimo para seguir un poco más en Moncloa y no cabe más discusión.

Entrando en el fondo del asunto, la idea de un cupo catalán no es de suyo un concepto esencialmente perverso y rechazable. De hecho, el cupo catalán es un asunto que estuvo sobre la mesa en la Transición y, como recuerda el PNV, el nacionalismo catalán de Pujol rechazó. Por otra parte tenemos el régimen vasco y el navarro cuya existencia pone de manifiesto que no estamos ante una idea tabú. Si lo tenemos los navarros o lo tienen los vascos, ¿por qué los catalanes o los madrileños no?

Una de las objeciones que se pueden oponer no ya a un cupo catalán, sino a los regímenes vasco y navarro, es la idea de privilegio, injusticia y desigualdad. En este sentido no deja de resultar llamativo que, efectivamente, sea la extremaizquierda ultraigualadora la que de golpe y porrazo promueva la singularidad fiscal de Cataluña respecto al régimen común. Pero dejemos las contradicciones internas del sanchismo y centrémonos en lo esencial.

El régimen vasco o el navarro se podrían entender como un privilegio si se negara su acceso a todos los demás a un régimen similar. Desde este punto de vista, no debería ser un problema que todas las comunidades que quisieran pudieran gozar de un régimen de autogestión. Claro, el problema es concederle la autogestión a Cataluña y negársela después si la pide a Madrid. Si todas las comunidades pudieran autogestionarse, que es de hecho a lo que progresivamente llevamos viniendo hace mucho tiempo, la autogestión vasca o navarra pasarían a ser lo normal. No podría hablarse de privilegio cuando sería lo común.

La autogestión, por lo demás, no es algo bueno ni malo de por sí. Desde luego parece que, de entrada, responsabilizarse de los propios gastos e ingresos promueve más la virtud que ocuparse sólo de los gastos y que sea el estado central el que se responsabilice de los ingresos. El resultado de la autogestión no es inherentemente bueno o malo sino que depende de esa autogestión. Si uno gestiona lo suyo mal, el resultado de gozar de un régimen de autogestión será desastroso. Será además sólo uno mismo y no el conjunto de los españoles el que tendrá que afrontar el resultado desastroso de su mala gestión.

Otra virtud de la autogestión es la competencia entre territorios. La competencia obliga a todos a intentar igualarse con el mejor, o el mejor crece más, prospera más y atrae todo el capital y la inversión. Uno no puede dormirse en los laureles cuando hay competencia. La competencia posibilita que la gente pueda ver los resultados de tal o cual política en la comunidad de al lado y la quiera o no la quiera para sí. La competencia entre comunidades es buena para mantener a raya la fiscalidad y la mala gestión gubernamental. En este sentido, llama una vez más la atención que la promueva la izquierda, que se pasa el día criticando el dumping fiscal. O autogestión o armonización fiscal: el sanchismo ha apostado por lo primero gracias al separatismo catalán.

No se puede descartar que la autogestión catalana se convierta para Cataluña en unos pocos años en una trampa mortal. O sea, todavía ahora Cataluña es pese a todo una comunidad próspera que se encuentra por encima de la media y que aporta al común, o debería, más de lo que recibe. De este modo, en este momento la autogestión es a corto plazo una forma de aumentar el gasto de Cataluña en Cataluña, dejando de contribuir en esa misma medida a la caja común. ¿Pero qué pasará si dentro de unos años Cataluña entra en una decadencia económica y social? Entonces resultaría que Cataluña estaría por debajo de la media, pero que nadie sería solidaria con ella por haber apostado por un régimen de autogestión. En realidad, ¿puede pasar otra cosa a largo plazo a la vista de las políticas que Cataluña está promoviendo? Fomento de la okupación, delincuencia, rechazo del turismo, endeudamiento, inseguridad política y jurídica, hostilidad al emprendimiento y la inversión…

Naturalmente no es para evitar que Cataluña se convierta en el futuro en una carga para el conjunto que el nacionalismo catalán reclama ahora la autogestión. A corto plazo, la autonomía fiscal implica cifras que podrían suponer hasta 13.000 millones anuales extra de recaudación para el gobierno de la Generalidad. Una enorme cantidad de dinero para tapar la propia incompetencia y la mala gestión. También para crear redes clientelares de voto y comprar adhesión mediática y popular. Una vez más no se puede sino subrayar la incoherencia de que a sacar 13.000 millones de la caja común de redistribución y solidaridad la ultraizquierda lo llame un pacto “solidario”. Puede que al final, cuando se hagan los primeros números reales, la desaportación no sea tanta como de 13.000 millones, pero desde luego el nacionalismo no está pidiendo la independencia fiscal para pagar lo mismo o más, sino para aportar menos a la caja común. ¿Cómo se van a cuadrar entonces la cuentas? Pues habrá unos que tendrán que recibir menos que hasta ahora, u otros tendrán que apoquinar 13.000 millones más. Sea como fuere el reparto ya no tiene que ver seguramente con criterios económicos sino políticos. El dinero se reparte por afinindad y no por solidaridad.

El problema a este respecto con la autogestión, que puede pervertir todo el sistema, es seguramente la determinación objetiva de las cantidades que en virtud del cupo o el Convenio corresponde pagar a cada comunidad al estado central, por los servicios que en cada comunidad presta el estado central. Hace ya tiempo que la determinación de estas cantidades resulta sospechosa y parece más determinada por camarillas de políticos a cambio de votos e investiduras que por técnicos con luz y taquígrafos. Por ejemplo, la CAV paga al estado con su cupo 1.741 millones frente a los 824 millones del Convenio navarro, pero teniendo en cuenta la población, eso significa que la CAV paga al estado 800 euros por habitante frente a los 1.200 que la Comunidad Foral paga por cada navarro. Semejante diferencia da la impresión de que o Navarra paga de más o la CAV paga de menos. La corrupción del sistema, como decíamos, vendría así de que los cupos se determinaran por la compraventa de votos y no por el coste real. Si fuéramos capaces de sortear este problema la autogestión de las comunidades, aunque existiera un fondo de solidaridad, podría ser algo bueno en realidad.

Aparte el hecho de que Madrid, lógicamente, debería ser la próxima comunidad en pedir un cupo y autogestión, y no se le podría negar, una cuestión interesante es la de si uno puede entrar o salir de un sistema de autogestión a voluntad, o si tiene que ser una decisión consensuada. Es decir, no puede ser que uno elija un sistema de autogestión cuando le va bien y está por encima de la media y después, si le va mal o gasta demasiado, pueda elegir igual de unilateralmente volver al sistema común para mancomunar las pérdidas. Las pensiones, por supuesto, a pagar por la caja común. Sin duda todo esto son flecos que el sanchismo no sólo ha dejado sin atender, sino que le da igual con tal de mantener de momento el poder.

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