Es curioso el Dios de los cristianos porque no es el Dios que los humanos hubiéramos encargado. El Dios que los humanos hubiéramos encargado sería el más fuerte, el que haciéndole alguna plegaria, promesa o sacrificio exterminara a todos los enemigos. El Dios con la lanza más larga, al estilo de Odín. El Dios que nos ofreciera la salvación asegurada sin tener que esforzarnos por mejorar. Un Dios que aprobara todos nuestros actos con una palmadita. Un Dios sin exigencias. Un Dios que se pareciera extremadamente a nosotros al mirarnos al espejo. Un Dios que nos ofreciera un mundo perfecto sin muerte, sin enfermedad y con un Mercedes aparcado en la puerta. Un Dios que viniera con un notario cada vez que lo reclamáramos con alguna duda sobre su existencia. En vez de eso nos aparece un niño indefenso en un pesebre, nacido en un recinto para guardar el ganado. Menuda estafa. Al final lo mismo somos nosotros los que tenemos que protegerlo a El, eso si no somos nosotros mismos quienes acabamos crucificándolo.
¿Es el Niño que nace esta noche el que hubiéramos pedido los humanos? No. Esto es seguramente y sin embargo una prueba a favor de la divinidad del Niño. Sería muy sospechoso que Dios fuera simplemente un reflejo de nuestros deseos de lo que debe ser Dios, una mera encarnación de nuestros deseos, una materialización de los mitos previos. Si Jesús fuera un mito, hubiera sido un mero reflejo del mesianismo judío. En cambio no sólo no es un reflejo de su entorno sino que su entorno lo acaba matando por heterodoxo. El Niño no es un Dios por encargo. Va creciendo y no lanza rayos, ni vuela, ni tiene una capa, ni los clavos de la cruz se doblan contra su piel de adamantium. Pero es que, contrariamente al diseño que hubiéramos realizado los humanos, un Dios al que sólo hiciera grande su domino del magnetismo o su sentido arácnido sería una birria de Dios. En vez de una deslumbrante colección de trucos dignos de un prestidigitador en un talent show, el Niño crece para contar la parábola de un abyecto samaritano que es, sin embargo, el único que se para a ayudar a un hombre al que han robado y apaleado. O para contar la historia de una viuda cuya pequeña y discreta limosna vale más que todas las grandes cantidades de los que sólo dan de lo que les sobra y para que se les vea. O para contar la historia del hijo que quiere pedir perdón a su padre y del padre que ya de lejos al ver volver a su hijo sale corriendo a su encuentro antes de dejarle decir una palabra. Cierto es que el Niño al crecer, aparte de contar historias increíbles, hizo también algunas cosas milagrosas, como curar a un leproso, pero después de curar al leproso lo mismo le pedía que no contara nada. Como si lo curara sólo por apiadarse, no para hacerse propaganda. La fe en este Dios no podía ser sólo el resultado de que se trajera al César volando por los aires desde Roma a Jerusalem, para darle un pellizco en la nariz. ¿Dónde está ahora tu Dios?, le preguntaron muchos años después al Niño cuando lo crucificaron. Creyeron que era el final Niño, pensando siempre en términos humanos. Aquí estamos 2.000 años y muchos países e imperios desaparecidos después recordando a aquel Niño y las palabras que luego dijo.
Así las cosas hay quienes no pueden creer en este Dios, su mundo imperfecto y su intermitente suministro de portentos. ¿Qué es por otro lado un portento? Un padre o una madre que evitan una infidelidad, un padre cansado que sin embargo cuenta un cuento a su hijo, un vecino que ayuda a otro, ¿no es a lo mejor eso mucho más portentoso que una tarta voladora? A lo mejor somos nosotros el problema por dejarnos impresionar sólo por lo intrascendente y ridículo, o por estar ciegos a todo lo sutil y milagroso que nos rodea de forma continua. ¿Dónde está el milagro?, nos preguntamos como cuando nos preguntamos desesperados dónde están las gafas sin poder encontrarlas porque nos hemos sentado encima.
Ciertamente no vivimos en un mundo perfecto, pero eso no es una prueba en contra de la existencia de Dios. Un mundo perfecto tiene sus inconvenientes. En un mundo perfecto no sería posible la libertad, porque podríamos destruirlo. Tampoco serían posible el movimiento, el cambio o la acción, porque un mundo perfecto sólo se puede tocar para empeorarlo. Sería como una cristalería con un gran cartel de “prohibido tocar nada”. Dios sería el vigilante de la cristalería, a la que sólo se podría entrar esposado. El mundo perfecto sería bastante imperfecto y bastante incompatible con la libertad. La alternativa tampoco es este mundo. Este mundo es sólo un peldaño. Quizá hace falta pasar por este mundo para entender el otro, para saber lo que es un cristal roto y cortarse antes de entrar a admirar la cristalería. ¿Qué pretendemos de todos modos? ¿Poner a Dios debajo del microscopio? ¿Tener respuestas para todo? ¿Pesarlo y medirlo todo? ¿Negarnos a maravillarnos?
Hay quien de todos modos en un día como hoy niega que celebremos nada maravilloso. No hubo Nacimiento. No hubo Niño. No hubo crucificado. Fue todo una invención. Eso sí, los autores de la invención estuvieron sin embargo dispuestos a morir por ella, hasta a ser crucificados bocabajo, como si se la creyeran a pies juntillas. Por otro lado creer un cristianismo sin Cristo es un poco como ver las casas destruidas y sostener que el terremoto es un mito. Los partidarios de buscar siempre la explicación más sencilla de repente se vuelven complicaditos. No existe nada más allá de la orilla, dijo un pez. Nadie ha vuelto nadando del otro lado para contarlo. O volvió pero pero lo hizo sin pruebas y contando historias muy extrañas no verificadas por el comité científico de peces. Es magia. Es Navidad. Feliz Navidad a todos.