Los aranceles de Trump, o mejor dicho los aranceles recíprocos de Trump

Se suele decir que las guerras comerciales no tienen ganadores, lo cual es una verdad a medias. El comercio entre dos estados tendría que repartirse al 50% para que una guerra arancelaria y comercial les afectara en la misma manera. Si uno de los países exporta al otro el triple de lo que importa puede que la guerra comercial perjudique a los dos, pero a uno más que a otro.

Naturalmente las guerras arancelarias tienen sus pros y sus contras. Mediante un arancel proteges a tus productores respecto a las importaciones de productos exteriores, pero las barreras de entrada son también barreras de salida. En esa batalla también tus productos van a padecer un arancel para poder ser exportados. Siendo el marco de esa guerra extremadamente complejo, no sólo es que haya países más perdedores que otros en una batalla arancelaria, sino que dentro de cada país hay sectores mucho más afectados que otros. Nunca va a haber por tanto un balance unívoco en una guerra arancelaria. No se puede acometer una guerra arancelaria esperando no tener bajas.

El libre comercio, por otro lado, se ha evidenciado como una de las grandes palancas de crecimiento en el mundo. Mientras los países pobres han dependido de las limosnas y la solidaridad del resto del mundo, no han despegado. El despegue económico de muchos países antaño miserables ha dependido de ser capaces de producir con costes más baratos, atrayendo inversión y convirtiéndose en países comerciales y exportadores. Bloquear el libre comercio significaría en gran medida perpetuar la situación de pobreza de medio mundo.

En general, el libre comercio divide a los países en dos. Los que son capaces de competir en costes y los que son capaces de competir en valor añadido. Los países pobres pueden ofrecer mano de obra barata y poco cualificada. Los países ricos sólo pueden competir ofreciendo diseño, tecnología, productos de alto valor añadido o servicios altamente cualificados. Un país rico que no sea capaz de ofrecer valor añadido y siga intentado competir en costes, inevitablemente entrará en decadencia y será desbordado por los productos baratos de los países en vías de desarrollo. Por su parte, el libre comercio permite a los países en desarrollo elevar su nivel económico. Conforme sube este nivel, sin embargo, sus productos empiezan a ser menos competitivos en precio y tiene que transicionar hacia un país con economía de valor añadido y profesionales cualificados, o la política de competir en costes toca techo y se enfrente a la competencia de otros países también en vías de desarrollo. El libre comercio es una oportunidad para todos, pero el libre comercio también es un desafío problemático si vas con el pie cambiado.

Por supuesto el libre comercio es un asunto complejo. En asuntos como la alimentación, la energía o la defensa, ¿compensa pagar menos pero depender completamente del exterior o merce la pena pagar más por la seguridad de ser autónomo?

Podría decirse que el libre comercio ha destruido empleos en el primer mundo y los ha creado en el tercero, y que el libre comercio ha perjudicado a los trabajadores del primer mundo para explotar a los del tercero. Esto sin embargo no es demasiado cierto. A lo que sí ha obligado el libre comercio, como se explicaba, es a que los trabajos del primer mundo tengan que ofrecer cualificación y valor añadido, o los puede hacer por mucho menos coste un trabajador no cualificado del tercer mundo. En general sin embargo los países del primer mundo han llevado a cabo exitosamente esta transición hacia el valor añadido. Han sufrido los sectores más incapacitados para llevar a cabo esta evolución pero a cambio han crecido los sectores más capaces de ofrecer calidad, productos diferenciados, conocimiento y valor, por eso resulta fundamental apostar por la educación y la cualificación. No puede dejar de mencionarse como efecto positivo del comercio el abaratamiento de los productos. Por un lado en el primer mundo se produce una deslocalización, pero por otro lado se produce un beneficio por la llegada de productos exteriores a bajo precio. ¿Qué precios pagaríamos si todo estuviera hecho en Alemania o Suiza? ¿Nos quejamos cuando España atrajo muchas factorías porque podíamos competir en costes con los países más ricos de Europa? Desde luego nos enriquecimos con esa llegada, lo que podemos discutir es hasta qué punto nos hemos sabido beneficiar de esa llegada de inversiones y hemos sabido aprovecharlas para evolucionar hacia una economía de mayor valor añadido, como decíamos al principio.

Hay quien piensa que una multinacional que abre una factoría en un país en vías de desarrollo lo hace para pagar menos y explotar a los trabajadores locales, pero dejando a parte el caso más o menos imaginario del niño cosiendo zapatillas a latigazos no es esa la realidad. Lo cierto es que la multinacional que llega a tal o cual país en desarrollo ofrece un salario que sería muy bajo para España o Alemania, pero que es muy atractivo para China, India o Marruecos. Con el tiempo, esa inversión, ese empleo y ese salario genera riqueza y crecimiento que a su vez eleva los salarios en China, India o Marruecos. La división entre países pobres y ricos era mucho más radical y mucho más estática antes de la explosión de las comunicaciones, el transporte y el libre comercio. La pobreza y el hambre en el mundo se han desplomado en el último siglo de forma radical gracias al libre comercio. Las zonas más miserables del planeta siguen siendo las que, por las razones políticas, culturales, religiosas, o las que fuere no resultan atractivas para el libre comercio, viven al margen de él y no se benefician del mismo. Los países que van bien no son los que permanecen al margen del libre comercio, sino los que lo practican con éxito. ¿Cuál es la alternativa de los enemigos del libre comercio para acabar con la pobreza, traerse a todos los pobres del mundo aquí? Por algo será que no lamentamos que una multinacional abra una factoría en nuestro suelo ni celebramos que se vaya, incluso pensamos en penalizar las deslocalizaciones, pero eso es intentar apuntarse sólo a las ventajas del libre comercio evitando las desventajas, con barreras de salida que también actúan como barreras de entrada. Entremos sin embargo en el asunto de Trump y sus amenazas arancelarias.

En todo este asunto complejo, Trump esta tratando por un lado de establecer un cierto proteccionismo sobre los productos estadounidenses, implantando en alguna medida un economicismo patriótico. Este proteccionismo puede favorecer a los productos estadounidenses en Estados Unidos frente a los productos importados, pero puede perjudicar a los productos estadounidenses que son exportados a Europa o a otras regiones. El hecho, por otro lado, es que esta guerra no la ha empezado Trump. Esta es una guerra tan vieja como el propio comercio. De hecho, de lo que habla Trump como justificación es de una reciprocidad arancelaria. Lo que Trump alega estar haciendo es defenderse de los aranceles que impone Europa a los productos estadounidenses. Otra forma de dopaje sobre los propios productos, de la que asimismo se queja Trump, también son las ayudas públicas en Europa a ciertos sectores, que les permiten competir con ventaja frente a productos estadounidenses que carecen de ayudas semejantes. El problema con las guerras comerciales es que todo movimiento que hagas tú la otra parte lo replicará contra ti. Cada arancel será replicado con otro arancel. Una reciprocidad perfecta sería o llenar todo de muros de la misma altura, o derribar todos los muros. Lo que no se puede pretender es que uno levante al otro un muro sin esperar que se lo levante a continuación el otro a uno.

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