Uno, que es Cristiano y procura que eso se note en su vida -que lo consiga más o menos es un juicio que reservo a los que me sufren cotidianamente-, piensa que los días de Semana Santa y los acontecimientos que se celebran en esas fechas son algo más que una excusa para pasar unos días de vacaciones. Por este motivo me suelo animar, entre otras cosas, a acudir a las celebraciones del Triduo Pascual.
Este año estuve en las tres celebraciones (Misa de la Cena del Señor, oficios de Viernes Santo y Vigilia Pascual) que se desarrollaron en la catedral. Después de esa experiencia, tenía pendiente escribir con tranquilidad para expresar mi agradecimiento a D. Francisco Pérez y a todas las personas involucradas en el desarrollo de esas ceremonias por la liturgia que los fieles pudimos disfrutar allí en esos días. Algo dignísimo, lleno de piedad, elegancia y arte, que “entraba por los ojos”, moviendo a a la devoción y a la consideración profunda de los misterios que se celebraban.
Al margen de la realidad -presencia, en el sentido fuerte de la palabra- de lo celebrado, y por tanto manteniéndome al margen de cuestiones teológicas o relativas a la gracia, a los fieles “de a pie” -expresión curiosa, como si los curas fueran fieles “de a caballo”, o algo por el estilo- una liturgia cuidada nos ayuda enormemente a entender la grandeza del misterio de Dios y el honor con que el pueblo cristiano debe tratar esas verdades divinas. Nos sitúa en un ámbito distinto al habitual que, por su grandeza y solemnidad, recuerda la presencia de lo divino en nuestras vidas y nos ayuda luego a tenerlo presente en el sucederse del acontecer ordinario. Topándose con la grandeza del misterio de Dios el hombre encuentra su propia grandeza.
En el pasado próximo se ha ido dando, sin duda, una pérdida o minusvaloración de ese concepto de grandeza en la liturgia, en un proceso que comenzó allá por al segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo y que sólo hace pocos años ha comenzado a revertir. Parecía que no era necesario para el pueblo cristiano hacer presente en su seno el Misterio, ganando protagonismo una forma de cultura litúrgica asamblearia que confundía unidad con uniformidad y justicia con igualdad, que malinterpretaba grandeza como alejamiento, señorío como discriminación, y reconocimiento de lo sobrenatural como separación de las realidades del mundo. Nada más lejos de la realidad, como se ha demostrado tristemente a lo largo de los años.
No me parece descabellado pensar que la pérdida del concepto del Misterio en la liturgia y la grandeza que conlleva esté ligada de alguna forma con la devaluación generalizada de valores profundos en amplios sectores de la sociedad, que llevan a tristes manifestaciones de sobra conocidas: falta de valores en la política, en el mundo de la economía y las finanzas, en la capacidad de sacrifico por el bien común, etc. Cuando una sociedad mayoritariamente cristiana pierde de vista su auténtico referente y lo sustituye por referencias a sí misma, se empequeñece sin remedio.
El pueblo cristiano tiene en sí el señorío que, hoy más que nunca, necesita nuestra sociedad. Y para poder transmitirlo debe revivirlo una y otra vez, en su liturgia y en su vida. Necesitamos referentes; el mundo los necesita. Gracias, D. Francisco, por ayudarnos a mantenerlos: la sociedad entera, cristiana o no, acabará agradeciéndolo.