Las elecciones municipales y, en algunos sitios, como en Navarra, también regionales, que acaban de ser convocadas para celebrar el día 22 de mayo, constituyen una oportunidad, aunque muy condicionada por el dedo de los partidos, para una amplia renovación del estamento político. Se dice que la representación popular no se identifica con un mandato civil, lo cual es verdad, pero no debiera ser menos. Dicho en otras palabras, para poder participar como candidato en unos comicios lo lógico sería la exigencia de un previo respaldo directo de los electores, sin ser suficiente la mera presentación por medio de un partido, pues el derecho de participación es de cada persona y el de asociación es tanto positivo como negativo, incluyendo el de no asociarse. Ciertamente la representación política no se identifica con un mandato, pero sin un previo mandato en el punto de partida difícilmente se puede hablar de verdadera representación. Es la diferencia entre un sistema partitocrático y uno democrático. Y no debemos olvidar que la partitocracia es uno de los mayores males que aquejan a la vida política española.
Durante la llamada transición, que podemos situar entre 1976 y 1980, no cabe duda de que la sociedad española sintió un gran deseo e ilusión de que nuestra convivencia se edificara definitivamente sobre bases plenamente democráticas, superadoras de nuestras discordias seculares. Hoy, a la distancia de tres décadas, piensan algunos que la democracia en España permanece inédita. Los más optimistas la consideran inmadura, con importantes carencias. Naturalmente, la clase política afirma en bloque –le va en ello su legitimidad- que tenemos una democracia plena, similar a la de los países occidentales más acreditados.
Pero ¿qué entendemos por democracia? En contraposición al absolutismo y al totalitarismo, se trata, ante todo, de una limitación de los poderes públicos. No para enervarlos y hacerlos inoperantes, sino para que se atengan estrictamente a los fines que, desde el punto de vista de su ejercicio, los legitiman. Porque un válido acceso al Poder no implica la legitimidad de su ejercicio. También Adolfo Hitler fue encumbrado por el voto mayoritario. Dichos fines no son otros que los relativos al reconocimiento, tutela y promoción de las libertades y derechos fundamentales de la ciudadanía. Bien entendido que se trata de los verdaderos derechos y libertades, no de su corrupción ideológica. No es lícito cambiar el derecho a la vida por el aborto, el desempleo y la huelga por el trabajo, o la libertad de enseñanza por la educación para la ciudadanía.
Todas las notas específicas que definen una democracia son corolario de esa limitación esencial de los poderes públicos. La ordenación de las leyes al bien común, la igualdad ante la ley y en la ley misma, el sometimiento de todos al derecho, la idoneidad e independencia de los jueces, la autenticidad de la representación popular, la separación del Legislativo respecto al Ejecutivo, y la información veraz a los ciudadanos, son elementos necesarios que contribuyen a vincular el poder a los fines que lo justifican. El lector puede juzgar si en España se dan esos presupuestos democráticos.
No se trata solamente del reconocimiento y tutela, es necesaria también la promoción de derechos y libertades, algo que caracteriza al moderno Estado social, lo cual exigen un cierto intervencionismo del Estado en la marcha de la sociedad. Estamos muy lejos del primitivo liberalismo del laissez faire, pero no podemos caer en el vicio contrario, que nos lleva a una continua estatalización y consiguiente esclerosis de la vida civil. Es más. Se puede decir con bastante certeza que la crisis económica actual, que azota a los países de occidente, y de modo tan intenso a España, deriva en buena parte de los excesos intervencionistas, que, entre otras cosas, ha originado un gasto público inasumible. La frecuente invocación a Jhon M. Keynes está fuera de lugar, porque el Lord inglés nunca fue un estatista, sino un corrector de los desequilibrios de la sociedad capitalista. El mismo desempleo masivo es una consecuencia de la ocupación por el Estado del ámbito propio de la sociedad civil, así como la enorme detracción de recursos financieros que impiden el normal funcionamiento del sistema crediticio.
Unas elecciones como las presentes, aun con los condicionantes expresados, puede ser un buen momento para despejar la confusión y superar el desconcierto en que está sumida la sociedad española.