Una tarde cualquiera, después del trabajo. Viajo tranquilamente en una villavesa casi vacía, camino de mi casa. Sufro con resignación el aislamiento estridente proporcionado por el traqueteo, los ruidos destartalados y el motor agónico de un autobús que probablemente ya debería estar en el desguace. Como nuestra línea es de escasa frecuencia y probablemente deficitaria, debemos conformarnos.
Aprovecho para leer, inmerso en una novela sin pretensiones, que hará más llevadero mi recorrido.
Al cabo de unos minutos, mediado el camino, me invade una canción infantil, interpretada con entusiamo por cuatro niños y su cuidadora desde el fondo del autobús. No son una coral de voces blancas, pero resulta agradable un poco de música improvisada que se superpone a los quejidos del trasto. Sobre todo, transmite esa ansia de vivir que en la infancia aún no te han robado, ajena a las cavilaciones de un trabajador al final de su jornada. Sigo leyendo mientras los pequeños entonan una y otra vez la canción elegida. He conseguido olvidarme del motor y los achaques mecánicos. Estoy en paz y de mejor humor que cuando entré.
De repente, el autobús se detiene en el arcén. Levanto la cabeza y veo sorprendido cómo el conductor sale de su cubículo. Fuera de sí, se enfrenta a la supuesta turba de minigamberros y les exige que guarden silencio absoluto. «¡Así no se puede ir en autobús!», vocifera mientras mira a los niños y a su cuidadora como si fuesen de esos delincuentes que apalean a los extraños en el metro de las grandes ciudades. Les desafía unos instantes para que callen e incluso masculla la posibilidad de que se tengan que bajar antes de tiempo.
Nos quedamos muy perplejos. Me pregunto si estoy en mis cabales, si me he montado sin darme cuenta en un autobús que lleva al averno. La pobre cuidadora, tan sorprendida como los niños, que no entienden por qué les grita ese señor desaforado y con cara de ogro, les manda callar. El chófer vuelve a la tarea y la villavesa retoma su marcha.
Los pequeños intentan seguir con su canto porque no les queda muy claro qué hay de malo en ello. A mí tampoco. Sin embargo, la joven que les acompaña, preocupada por que les echen del autobús, insiste en el silencio.
Es lo que llega, un incómodo silencio. Al cabo de un kilómetro, el grupo se baja, pero la desazón ya no nos abandona. No tengo ganas de leer. Pienso en qué pasará por la cabeza del pobre conductor, tan quemada para odiar tanto la vitalidad infantil. Estará aburrido, cobrará poco, el autobús es viejo, el trayecto parece tedioso… Me compadezco de él, cautivo de una sociedad irritada que no distingue entre el ruido molesto y la alegría de un niño. Él, como tantos otros, ha perdido la oportunidad de olvidar sus desvelos aunque sea por unos momentos, los que dura una canción. Me recuerda a ese cuento de Gianni Rodari en el que los automovilistas no aprovechan la ocasión de subir al cielo porque no saben qué hacer ante un semáforo que se ha puesto de color azul. En vez de avanzar, se quedan detenidos en medio de la calzada, a la espera de que todo vuelva a la «normalidad»: las prisas, los malos modos, los bocinazos, los agobios por no llegar a tiempo, el semáforo en rojo, la vida en negro.
Por suerte, he llegado a mi parada. Me alejo de ese tipo desencajado que se aferra al volante para continuar su viaje sombrío y recupero en mi cabeza la música que entonaban los niños. Estoy seguro de que ellos ya han olvidado el incidente porque la memoria infantil suele ser frágil para los malos recuerdos. Antes de hacer como ellos, he querido contarlo por si a alguien le sirve para relfexionar sobre lo absurdo de estos tiempos.
Un comentario
PRECIOSO. Qué bien escribe, Pablo. Una maravilla. Qué gozada.
El tipo estaría quemado con su trabajo, o tenía dolor de cabeza, o resaca del ultimo chino que se metió en el retrete del bar, o recordaba a un hijo suyo que murió y cantaba igual que esos niños y no podía soportar el dolor del recuerdo.
Vaya Ud. a saber.
Un mal día lo tiene cualquiera. En todo caso, su cuento nos sirve para reflexionar si mientras dos personas compartimos un tiempo y un espacio, un aire y un sonido, un suceso (anodino como la marcha del autobús) y otro (especial a sus oídos, que están abiertos), realmente compartimos la misma vivencia o si tenemos por que compartirla, y hasta qué punto vivimos realmente en el mismo sitio y el mismo momento.
Por favor, escriba más.