No soy yo quien más cerca ha estado de don Eduardo hasta su último aliento ni quien ha estado a su lado con la abnegación que requería. Así que, con cierto pudor, quisiera expresar lo que supongo que a muchos de sus amigos hoy nos unirá.
El violinista en ejercicio se despidió hace casi dos años. Pero su ilusión por enseñar, no. Hace un mes fui a visitarle y, de paso, llevé el violín. Me detuvo en el segundo compás: fíjate que ahí hay una anacrusa. Debes marcarla. Nos dijo una vez: “No puedo vivir sin la música. He nacido con ella, he vivido con ella y moriré con ella”. Así fue.
Es este un momento de despedida. También de agradecimiento. Gracias a Dios, en quien Eduardo creyó y en quien ahora descansa. Gracias a su familia, que hasta el último momento le ha cuidado (con Marisol, su sobrina, en primera línea) y que han recibido a sus alumnos siempre con cariño y naturalidad. Gracias a tantos amigos que le han acompañado (Marisol Bel, con el piano, en infinitas veladas). A su enérgica y vitalista esposa, Villarcín, con quien ya se ha reunido, que seguía escuchando su Tschaikovski con el embelesamiento del primer concierto. Y gracias a don Eduardo, porque fue fiel a su vocación artística, con una fidelidad que ha hecho pasar muchos momentos felices a muchas personas. Porque ofreció recitales hasta pasados los noventa años, sabiendo dónde y qué, y el público se iba con el corazón esponjado. Porque todas las horas eran pocas para recibir a sus alumnos, y estos le sentían como a un profesor admirado, como a un mayor venerado, casi como a un abuelo que se adopta.
En la música hay más técnica y más cálculo del que el público piensa. Eduardo, fuiste un maestro del cálculo artístico. Estabas seguro, me decían hace muy pocos días, de que ibas a llegar a los cien. Incluso en ese difícil cálculo erraste por muy poco. Te hubiera gustado acertar: eras perfeccionista. Sin embargo, como tú mismo apuntabas después de haber analizado minuciosamente un adagio de Schumann, si todo esto no lo sientes aquí –señalabas siempre el corazón- es inútil. Todo no se puede, pues, calcular; tampoco la edad. Pero eso que hay ahí, detrás de tantos pliegues, de tantos prejuicios y compromisos, eso que señalabas abriendo tu mano poderosa de pulso perfecto sobre el pecho, eso no te falló. Y en esta tarde de primavera nublada, de compromisos y de necrológicas rápidas, es el más hermoso pensamiento el de tu voz serena, tu mirada brillante y tu afable sonrisa de artista y maestro.