Contra el socialismo urbanístico

A medida que avanzaba el año 2022, sobre todo, el segundo semestre, más de uno pensaba que 2023 iba a ser un año en el que la vivienda en España iba a sufrir un desplome considerable en los precios, como ya se venía observando en otras zonas de mayor nivel adquisitivo, proyección de crecimiento económico post-COVID19 y pujanza económica en Occidente como tal (Noruega, Suiza, Países Bajos, Suecia, Florida, Texas y Australia).

No obstante, en España hemos visto que, pese a ciertas obstrucciones arteriales a la hora de firmar hipotecas (algunas entidades de tasación han detectado ciertas bajadas en las operaciones financieras de este tipo), los precios del alquiler y de la vivienda tanto usada como de obra nueva han ido en auge. Y sí, las necesarias subidas de los tipos de interés, precedidas de años de masiva expansión crediticia artificial y tipos negativos han sido incapaces de moderar o frenar la subida.

Tampoco ha sido determinante, por el momento, que el paro juvenil siga estando a la cabeza y que haya ciertas ralentizaciones no estacionarias en la creación de empleo. Ni siquiera que el poder adquisitivo y la capacidad de consumo per cápita sigan in descendo, en contraposición con otros países del Este que emitieron, hace unas décadas, considerables flujos migratorios (me refiero a los rumanos y a los búlgaros).

Ergo, se puede decir que hay un problema generalizado de acceso a la vivienda en España, que afecta, incluso, a quienes pueden descender de entornos acomodados de clase-alta. Pero la mayoría de agentes analistas y políticos abordan el fenómeno en base a un fetichismo que se basa en la crítica a cuatro conceptos: la mano invisible de Adam Smith, la especulación, los fondos buitre y extranjeros, y las viviendas turísticas.

Eso que llaman Estado

Nada más lejos de la realidad, el principal obstáculo viene a ser ese ente artificial y demoníaco que conocemos como Estado, con sus correspondientes camarillas de burócratas incompetentes y problemáticos, politicastros imbuidos por la fatal arrogancia hayekiana y nubes flotantes de corrupción con prebenda que pasan por encima de ayuntamientos y oficinas de gobiernos autonómicos y nacionales.

Tras la explosión de la famosa «burbuja inmobiliaria» en 2007-2008, no solo es que hubiese, en su momento, cierta caída en los precios de las viviendas, sino que empezó a desplomarse el número de licencias de obra nueva para la construcción de la vivienda. Este dato no depende, como tal, del comprador, sino de quienes tienen que autorizar a las promotoras y constructoras inmobiliarias la ejecución de nuevos proyectos residenciales.

En promedio, uno o dos años tarda un ente consistorial en conceder una licencia de obra nueva (esta lentitud también se manifiesta a la hora de hacer reformas menores en una vivienda de segunda mano, esté o no comercializándose en el correspondiente momento). Pero, sin más, el problema no es ese. No basta con añadidos relacionados con las cédulas de habitabilidad. Uno de los principales problemas es que no hay suelo disponible para edificar.

Que no haya suelo no quiere decir que no haya espacio, ya que uno puede recorrer, por ejemplo, varios trazados viales del noroeste del área metropolitana de Madrid y encontrarse varios eriales de secano en los que no hay ningún cartel ni grúa (hay más ejemplos en otras ciudades, aunque quizá con uno sea algo suficiente). Pero insisto, no se habla de una falta de iniciativa de las constructoras. De hecho, muchos términos municipales son áreas con alta demanda residencial y habitacional.

Los planes de ordenación urbanística están sujetos a una compleja maraña de regulaciones y normas. La aprobación de una licencia puede depender de diversos chanchullos políticos, de modo que puedan darse, en ocasiones, escenarios de corrupción urbanística en los que la casta política se beneficie. Hay límites considerables, no necesariamente relacionados con el patrimonio histórico, sobre las alturas. Es más, se suman, como era de esperar, nuevas directrices ecosocialistas (como ocurre con los materiales).

De todos modos, huelga decir que la problemática estatal se limite a ello. El Estado, como bien sabemos, no solo se limita, en su progresiva problemática y su monopolio exclusivo de la violencia, a expedir licencias de obra nueva sin más (o emitir alguna que otra autorización sobre ciertos usos del suelo disponible). También es un impío ente recaudatorio, en base a los pecados capitales de ira y avaricia que son intrínsecos al socialismo.

Una vivienda tiene unos sobrecostes en torno al 20-40% que son conceptos de impuestos (esto depende de la variación artificial de los materiales empleados, de las cotizaciones a la Seguridad Social, del IVA de la vivienda de obra nueva y de otros tributos relacionados con las transacciones). Esto quiere decir que la fluctuación no solo depende del valor del metro cuadrado en el terreno empleado o del variable intervalo de precios que maneje, para beneficios, la promotora o constructora inmobiliaria.

Recuérdese, en relación a ello, que una familia tiene que pagar, sin ninguna clase de exención considerable (familia numerosa, seguro médico privado, plan de pensiones…) una elevada cantidad de IRPF mes a mes, con la posibilidad de que, en la declaración de la renta, haya una cantidad mayor a abonar al demoníaco Estado. Contemos también con el IVA de los alimentos, con ciertas tasas municipales o con los recargos políticos e ideológicos sobre el precio de la luz, el agua y la gasolina.

Eso sí, los problemas no terminan aquí. El Estado no solo ataca la propiedad privada, ya sea física o dineraria, sino que tampoco es capaz, en algún que otro caso (sobre todo, donde imperan complejos o ideologías posmodernas que perjudican a todos) de garantizar la seguridad jurídica de los propietarios así como de quienes comparten vecindario con ello. Me refiero al caso de la okupación, que es un motivo de pánico entre muchos españoles.

El fenómeno de la ocupación ilegal no es una cruzada de pobres contra ricos. Las zonas más damnificadas por este fenómeno son barrios de bajo poder adquisitivo, alta inmigración extracomunitaria y preocupantes cifras de inseguridad (en algunos casos, hablamos de guetos migratorios que, en función del tipo de procedencia extracomunitaria pueden ver variada su tasa de peligrosidad, ya que hay procedencias en las que hay una mayor integración).

Los actuales políticos no solo es que consientan la guetificación y se mantengan en la inopia ante el problema de la inmigración ilegal, sino que complican la expulsión del moroso o del ocupante sin consentimiento. Puede ser mucho más arriesgada la defensa propia, ya que el sistema judicial le ha dado algún que otro disgusto a alguno que ha tenido que recurrir inevitable e irremediablemente a mecanismos concretos para poner a salvo tanto su propia integridad como su domicilio.

De estos miedos provienen los temores de muchos propietarios (que no son grandes tenedores) a poner sus viviendas en alquiler. Además, la nueva Ley de Vivienda eleva los requisitos para alquilar vivienda, mencionando incluso con mayor insistencia ese concepto de «vulnerabilidad habitacional» que puede ser la trampa perfecta para los «okupas» y otra clase de morosos. E insisto, muchos de estos damnificados propietarios son familias no altamente adineradas que con esfuerzo consiguieron algo más de patrimonio.

Con lo cual, el acceso a la vivienda no se incentiva demonizando a inversores extranjeros y emprendedores turísticos, sino reduciendo la burocracia para que pueda haber más oferta, dando mayor seguridad al propietario frente al delincuente, acabando con la guetificación y la delincuencia (que no sufren precisamente «las demonizadas élites adineradas»), garantizando la defensa propia y poniendo fin al atraco fiscal (el fisco puede ser considerado como una mafia).

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