Desjudicializar la política es la tiranía

Nos estamos acostumbrando con demasiada facilidad a que de un día para otro lo blanco pase a ser negro, las promesas se incumplan, o  se pisotee la lógica que sostiene la estructura de cualquier estado de derecho civilizado. Todo ello no puede dejar de tener consecuencias.

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En vez de que una crisis política nunca tuvo que derivar en un golpe de estado, lo que nos dicen ahora es que resulta que un golpe de estado nunca tuvo que derivar en una acción judicial. Esta es una premisa tan disparatada como, frente a un hombre que asesina a su mujer, decir que una crisis sentimental nunca tuvo que derivar en una acción judicial. Hombre, si la crisis política la resuelve dando un golpe de estado, o la crisis sentimental matando a su pareja, a lo mejor sí que hay que judicializar las relaciones o la política.

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Aunque desafiando a Lincoln, a Goebbels, o a quienquiera que pronunciara la frase, parece que este gobierno sí que puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Lo cierto es que aquí ya no hay límites morales ni legales para la acción de gobierno. Es decir, los límites a la acción de gobierno se ponen a posteriori de sus actos, en vez de a priori. La moral, incluso la ley, han sido sustituidas por el relato de los hechos. O sea, el gobierno hace lo que quiere pero después te cuenta un relato para justificarlo. El límite lo pone después de llegar hasta donde necesita. Llega desde hasta donde necesita y después, en vez de un límite previo, genera un relato que justifica el punto de llegada. La justificación a los cambios de criterio o a la superación de los límites es siempre alguna palabra bonita: la concordia, la desescalada, el diálogo, la desjudicialización… Como si desjudicializar algo fuera en sí mismo una buena noticia. Además de los golpes de estado o la malversación desjudicialicemos los asesinatos, los robos o los fraudes a Hacienda. Desjudicalizar al poder, por otro lado, casi es la definición de dictadura. Si alguien no puede estar al margen de la justicia y la ley son precisamente los gobernantes. Y sin embargo nos están vendiendo lo contrario y España lo está tragando.

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Hay quien piensa que un gobierno, por tener apoyo de la mayoría, puede hacer lo que quiera. No es así en absoluto. Para empezar, una mayoría parlamentaria puede cambiar la ley, pero no incumplirla. La mayoría podría despenalizar el robo, pero no robar sin despenalizarlo previamente. Después están las cosas que no se pueden hacer ni teniendo la mayoría. La mayoría sin límites es el nazismo. La mayoría no puede ordenar la castración de la minoría o derogar los derechos fundamentales de la minoría, por más mayoría que sea. Si la mayoría ha cruzado o no los límites tampoco puede quedar al arbitrio de la mayoría, sino de una justicia independiente y por tanto imparcial y objetiva. ¿No existe la independencia absoluta? Pues lo más parecido a eso que se pueda. No nos digan que no existe la objetividad absoluta para intentar colarnos la parcialidad absoluta. Y esa sí existe, se llama Cándido Conde Pumpido.

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Para desmantelar España hace falta desmantelar toda la estructura política, administrativa y legal que emana de ella. Sánchez avanza en ese proceso sin ningún tipo de escrúpulo lo que nos lleva a la razón última de su falta de límites o sus mentiras. Si Sánchez se salta un límite o dice negro donde ayer ponía blanco no es por la concordia, por la armonía ni por el diálogo. De hecho no hay nadie que haya atacado tanto la armonía, el diálogo y el entendimiento con media España como Sánchez. Lo que explica todos los golpes de timón de Sánchez o sus reinterpretaciones de la Constitución de un día para otro es simplemente la necesidad de contar con tales o cuales votos para seguir ocupando la presidencia. Sin esa disposición a venderse por esos votos nada de lo que hace se explica. Esa disposición a venderse por el cargo lo explica todo. La teoría que lo explica todo es la buena, porque eso no es opinión sino ciencia.

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