La semana pasada, la izquierda madrileña se dio un tiro en el pie. Desesperada ante una mayoría absoluta de «la derecha», ya sea del PP de Ayuso en solitario o en combinación del anterior con VOX, intentaron provocar agitación.
Esto no tenía que ver con la sanidad, con eso que quieren convertir en el modelo venezolano. Tampoco con el cuento del «arboricidio». El objetivo teórico era el vicepresidente regional madrileño Enrique Ossorio.
Se empezó a difundir que Ossorio cobraba un bono social térmico, por su condición de familia numerosa, pese a tener activos financieros de considerable valor económico. Este beneficio permite pagar menos en concepto de factura eléctrica.
Detrás de esta polémica estuvo un activo muy importante de la izquierda radical en Madrid: la anestesista, médico y madre Mónica García. Eso sí, poco le duró la euforia ante una nueva oportunidad para intentar provocar una crisis de gobierno en la Casa de Correos.
Poco después, medios como EL DEBATE revelaron que Enrique Montañés García, cónyuge de Mónica García y vicepresidente senior de la división en el Sur de Europa de la multinacional logística Chep, había solicitado el bono social eléctrico, un prerrequisito del bono térmico, automáticamente concedido.
Esta filtración ha noqueado, en parte, a la política anestesista, ya que ha sido presa de sus contradicciones y no ha sabido defenderse con suficiente habilidad, pese a ser, en general, una defensora de las subvenciones y otras «paguitas».
No obstante, sin perjuicio de nada, considero que el enfoque de esta noticia ha de ser otro, que no tiene por qué estar necesariamente enfocado en el quién y en el cuánto, sino en la conveniencia y otras cuestiones más radicales.
El bono social está mal diseñado
Hay quienes dicen que las ayudas sociales están mal concedidas y mal gestionadas. Es cierto. Es igualmente verdadero que puede haber irregularidades de muy diversa índole. Pero igual no se está cuestionando bien el fondo.
Es cierto que la inflación y otros factores han convertido los alimentos y otras necesidades básicas en productos cuasi exclusivos. La gasolina puede ser más cara que un billete de avión mientras que comer un menú del día en un restaurante normal puede resultar, relativamente, más económico.
También es cierto que el coste de la factura eléctrica está inflado, de manera muy artificial. Está todo por encima del valor real del mercado (aunque hay quienes consideran que la causa está en el orden espontáneo pese a que este sí que es algo muy natural).
Es comprensible, por ende, que la gente esté preocupada al hacer números, con independencia de su poder adquisitivo (no existe aquí ninguna mentalidad envidiosa, entre estas líneas, para perseguir al que tiene mayor capacidad económica).
Empero, la comprensión no nos ha de privar de pensar en una solución mejor. Así pues, yo llego a la conclusión sobre la innecesidad e ineficiencia de estas ayudas, pero no por el mero hecho de que pudieran «interpretarse como una ayuda».
La confiscación redistributiva como problema
Las ayudas sociales que existen a día de hoy no dejan de ser el resultado de una previa sustracción forzosa de ahorros que dícese ser redistribuida en base a lo que dicten papeles y papeles de carácter normativo y burocrático.
Hay quienes creen que el dinero se crea de la nada, con una impresora. Otros piensan que el concepto de deuda es una ficción conspiranoica «contra el proletariado» o que, pensar en temas de economía, es una excusa para ser egoísta.
En cualquier caso, lo cierto es que, haya un endeudamiento alto o bajo, toda subvención o subsidio procede de la riqueza que previamente sustrae el Estado a las personas físicas y jurídicas, directa e indirectamente, sin importarle su poder adquisitivo.
El alivio como ayuda
La presión y el esfuerzo fiscal merman negativamente la capacidad ahorradora e inversora de las personas y de las empresas, lo cual pone en riesgo variables macroeconómicas como los niveles de renta o la tasa de empleabilidad.
Las empresas más pequeñas, los autónomos y las familias menos pudientes son quienes más sufren ante estas maniobras del demoníaco estatismo. Pero esta esclavitud posmoderna y silenciada no es algo con lo que haya que cargar de por vida.
El mejor bono social es dejar que la sociedad orgánica y los fueros individuales crezcan. El problema es que el Estado, a la vez que se expande de manera imparable e invasora, no deja de poner trabas al desarrollo. Así pues, no dudemos en oponernos a la confiscación fiscal.