Lo que uno va a escribir a continuación podría ser un análisis de actualidad a secas, pero no lo será. Podría haberse escrito, igualmente, en otra ocasión, pero eso es lo de menos. Lo importante es que uno ni calla ni callará ante determinados fenómenos que para nada son positivos.
Europa lleva lustros en peligro (sobre todo, la zona más occidental). Esto no tiene nada que ver con el Kremlin de Rusia, ni con el llamado «cambio climático», ni con cadáveres de hace más de cuarenta años, ni con la inflación en exclusiva.
Las «sociedades abiertas» de la que tanto nos habla la progresía imperante cada vez distan más de la realidad. Esto no solo se debe al progresivo estrangulamiento económico de la mayoría de Estados y la constante censura de la llamada dictadura de la corrección política y el ascendente secularismo.
No pocos españoles, franceses, italianos, alemanes, belgas, británicos y neerlandeses se sienten más inseguros en la vía pública, por temor a un asalto violento, un secuestro, un atraco o una agresión sexual.
Pero nada de ello se debe, por mucho que nos quieran decir otras cosas, a la ausencia de una monitorización absoluta del individuo, a reforzar mediante mecanismos de Inteligencia Artificial y «carnés del buen ciudadano» de inspiración china, promovidos con el pretexto de una pandemia.
Muchos lugares de alta concurrencia social y turística así como buena parte de las calles de los barrios obreros, con poder adquisitivo muy bajo, se han convertido en lugares de un riesgo de inseguridad que, lamentablemente, tiende a ser más elevado.
Predominan, a su vez, los «estercoleros multiculturales» (no necesariamente en todos se está imponiendo la ley islámica por el momento) en muchos territorios de Europa Occidental. Eso sí, dicho sea que en absoluto tiene esto algo que ver con el orden espontáneo.
Desde el aparato estatal, desde eso que llaman Estado, se han usurpado las competencias de control de entrada en los distintos territorios, fomentando el «aperturismo» salvo que se trate de algo con pretexto sanitario que sirva para desarrollar nuevos ensayos sociales.
Los vecinos no pueden controlar la entrada en sus municipios y regiones. En no pocos casos, el único factor determinante puede ser el precio por metro cuadrado, ya que los «estercoleros multiculturales» distan mucho de ser zonas con suficiente poder adquisitivo.
De igual modo, no tenemos derecho a defendernos por nuestra propia cuenta, ya sea mediante el mero empleo de la fuerza física o el uso de un arma de fuego. De hecho, si lo hacemos, el estatismo acaba premiando indirectamente al que viola en verdad el principio de no agresión.
Es más, no podemos denunciarlo con tanta facilidad. Los poderes estatales están inventándose el tipo penal de los «delitos de odio» con la excusa de censurar al disidente, al que critica. A su vez, no cesan en promover el efecto llamada, basado en las cuantiosas ayudas del endeudicida Bienestar del Estado.
Incluso cabe recordar que se señala constantemente al varón blanco cristiano y heterosexual. Y sí, miran para otro lado cuando las bondades multiculturales se ceban contra las mujeres y contra los homosexuales.
Ante todo ello, se nos dice que no generalicemos, que no seamos racistas, que seamos tolerantes al máximo, que ayudemos, que tengamos empatía, que no incurramos en la exclusión del nacionalismo, que huyamos del populismo…
Pero, para empezar, hay que indicar de que, como cristianos, no creemos en la diferenciación racial ni en la división entre naciones que ha sido más propia del proceso revolucionario que de otra cosa. Creemos en el principio de universalidad por cuanto y en tanto todos somos hermanos así como hijos de Dios.
Dicho sea que no tenemos problema con que alguien ejerza su libertad para intentar emprender su proyecto de vida en el territorio de otra sociedad que, gustosamente, le acoge. Ya sea para trabajar o para estudiar, las puertas están abiertas.
No hay problema en abrir la puerta a quien nos aprecie o nos quiera servir. Otra cosa es fomentar el «efecto llamada» mediante subsidios a costa del expolio fiscal de los demás o darles carta blanca si perpetran cualquier fechoría o barbaridad agresora.
Por mucho que tergiversen, dicho sea también que el hecho de que ciertas procedencias geográficas nutran las estadísticas de criminalidad no implica que tengamos que cerrarle las puertas a quien de verdad repruebe todo eso y esté dispuesto a respetarnos.
La raza de la persona no es una barrera excluyente e indestructible. Todo aquel que respete a la sociedad que le acoge y no se dedique a delinquir o a sembrar terror para imponer una «religión» que es también una política de sumisión.
Una gran mayoría de inmigrantes hispanoamericanos (no olvidemos que son nuestros hermanos) y chinos, por ejemplo, son recibidos en nuestro país sin inconveniente alguno. De hecho, no tenemos problema en que formen parte de las comunidades educativas y las plantillas laborales del mercado de trabajo.
Así pues, el problema no es nuestro, sino algo que causan quienes amenazan nuestra libertad y nuestra seguridad. Con lo cual, deploraremos toda acción estatalista -con sus colaboradores mediáticos- que fomente el buenismo suicida, negacionista de ciertas realidades.
Sin incurrir en racismo y xenofobia, queremos tener derecho a poder defendernos, a comerciar libremente (esa sería una buena forma de ayudar al Tercer Mundo), a vivir en barrios seguros y a controlar nuestras fronteras.