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La primera certeza que el Espíritu infunde en nuestro espíritu es la de que Jesús vive, ha resucitado. Es más íntima y poderosa que la que te viene por los sentidos en una aparición. Es la que tenía la Virgen María. Es el inicio de la gran predicación, del kerigma. Algunos contrargumentan diciendo que nadie ha vuelto de la muerte para contarnos algo. Mentira: ha vuelto uno, Jesús. No a la carta, como cada uno quisiera, sino como él ha querido y dejándose ver por unos pocos testigos. A Dios no se le dan órdenes.
Esta certeza es una vivencia o experiencia interior que cambia la vida como la cambió el día de Pentecostés a tres mil personas. Siempre bajo el dominio del Espíritu Santo que no dejará pasar a nadie que viva en su soberbia. El tiempo de reírse de Dios ya terminó. El que tenga esta certeza se da cuenta del gran amor que toda esta historia de salvación ha supuesto. Ha sido un derroche al que todos estamos llamados porque no hay acepción de personas. Es más, Jesús volverá también entre las nubes y todo ojo humano lo verá (Ap 1, 7). Así lo prometió el día de su ascensión: Galileos, ¿qué hacéis? Ese Jesús que acaba de irse, volverá en su día tal como acabáis de verlo marchar (Hch 1, 11).
Señor, gracias por las vacunas y remedios que nos van llegando contra el coronavirus. Te doy gracias porque he notado una gran delicadeza y solidaridad entre las enfermeras, los pacientes y los acompañantes. Como que todos estemos saliendo de un pozo muy hondo, de un gran confinamiento. Sin palabras nos felicitamos los unos a los otros de estar vivos todavía. Gracias por el don de la vida. Ilumínanos para que entendamos que esta delicadeza y solidaridad no es más que figura y anticipo de lo que veremos en el cielo cuando tú nos hagas entrar en la vida verdadera.