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Tomás, el apóstol, no estaba con los demás el primer día cuando se apareció el Señor a los discípulos. Trataron de convencerlo pero fue inútil. La discusión iba subiendo de tono hasta el punto de que Tomás argumentaba con palabras de baja estofa: Si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y mi mano en su costado, no creeré. A los ocho días estando reunidos en el mismo lugar, y Tomás con ellos, se volvió a aparecer el Señor.
Después de darles de nuevo la paz, se dirigió en directo a Tomás como si hubiera sido partícipe de la discusión: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo sino fiel y creyente. Tomás contestó: Señor mío y Dios mío. Esta corta oración es la más bella de toda la Biblia. Me imagino que el Espíritu Santo le puso de rodillas porque esta confesión de la divinidad de un hombre, solo en altísima adoración se puede hacer. Aquí hay una revelación portentosa. A los demás discípulos seguro que se les cortó la respiración del alma.
Señor, yo también te adoro y repito la oración: Señor mío y Dios mío. Mi alma quiere también ponerse de rodillas durante un gran rato. ¿Cómo dudar después de escuchar esta inmensa revelación? ¿Cómo puedo sentirme dolorido por los amigos que se me han ido a causa de este coronavirus? ¿Cómo puedo dudar al escuchar cosas de la pandemia? Ya noto que tú me acercas tu mano y tu costado para que yo meta en ellos mis dedos y mi mano. Cuántas palabras de baja estofa he pronunciado en estos años que llevamos de confinamiento y peste. Gracias Señor porque tuviste compasión del incrédulo Tomás y de mí también.