Tras el previo espectáculo propagandístico de Iván Redondo (sí, porque las luces propagandistas de las que tanto disfruta el esposo de Begoña se deben a él, muy aficionado al marketing exacerbado, como muy bien sabemos) sobre la España 2050, vino, este sábado, en vísperas de Pentecostés, una especie de «mitin institucional» para «fomentar la vida rural».
El Palacio de la Moncloa fue el escenario de presentación de Pueblos con Futuro, algo que, en verdad, es mi no entender, ya que el PSOE tiene bastante poder en regiones con amplios porcentajes de población rural como Extremadura, donde la única garantía de empleo es sumarse al «paraíso funcionarial» o pesebre llamado Junta de Extremadura. Por lo demás, generalmente, a Madrid, si no es más lejos…
Ni el PER ni los numerosos y cuantiosos planes de «activación económica» han funcionado en condiciones. Simplemente han ayudado a perpetuar el desempleo crónico, del que no se libran ni jóvenes ni mayores. De hecho, ciertas regiones de ese estilo se han convertido, por otro lado, en «geriátricos poblacionales» de amplia extensión geográfica.
Pero no es el quid de este artículo analizar ese plan en detalles, sino comentar un evento inesperado, que parcialmente supuso un fastidio discursivo para el propagandismo de agenda de Pedro Sánchez. La autora del bestseller titulado Feria, Ana Iris Simón, fue una de las invitadas, y no se deshizo en elogios hacia el PSOE, sino que se le escurrió, a su manera, alguna verdad.
Ciertamente, hay mucha tela que cortar. No obstante, algo de razón había, para sorpresa y shock del «progrerío», cuando se reconoció, en palabras suyas, que tendría más sentido fomentar la natalidad que «importar flujos» migratorios con el pretexto del «pago de las pensiones» (hay quienes creen que así, el quebrado sistema bismarckiano puede «aguantar más»).
Sí, habló de fomentar la natalidad, algo que choca con las pretensiones de la Agenda 2030 y el Gran Reseteo: reducción de la población, siguiendo los criterios neomalthusianos (recordemos que dan vía libre a las políticas pro-muerte). Pero, sin intención de ponerme demasiado purista e intransigente, sin negar que alguna verdad se le escurrió, creo que la madeja se quedó demasiado enredada.
La imperante y asfixiante socialdemocracia no es libertad de mercado
Que ciertos grados de socialismo (me vale, mismamente, la clasificación que hacía el filósofo Hans-Hermann Hoppe) sean menos lesivos no implica que alguno de estos resulte ser la libertad de mercado (concepto en torno al cual uno entiende el concepto de capitalismo, asumiendo acepciones procedentes tanto de las tesis austriacas como de la Centesimmus Annus) en sí misma.
Por mucho que, en cierto modo, la actual «socialdemocracia» nos resulte menos mala, no podemos negar que cada día tiende a ser, hablando coloquialmente, más pegajosa, puntillosa y tediosa. Basta con abstraer que el Estado, por su naturaleza demoníaca, tiende a ser progresivamente problemático y, obviamente, estrangulador, en detrimento de la sociedad.
Ya sea o no bajo pretextos como el ecologista o el sanitario (en torno al «virus chino»), uno tiene que soportar bastante la losa del intervencionismo económico. Los trámites burocráticos, la presión fiscal y el endeudamiento son conceptos que cada día se intensifican en mayor medida. De hecho, cada día salen nuevas ideas de la chistera.
Abrir un negocio, ya sea en una ciudad o en un pueblo, es un proceso bastante complejo, difícil de llevar a cabo en pocas horas. Encima, las cotizaciones a la Seguridad Social son bastante elevadas. Luego, en general, el resto de conceptos fiscales son bastante elevados, ya se trate del IRPF, el IVA, las tasas autonómicas o las primas de las facturas energéticas.
Asimismo, aunque sin un discurso muy nacionalista, no nos hemos librado de un considerable proteccionismo, que no solo consiste en la mera existencia de los aranceles, sino en planes como la Política Agraria Comunitaria o las leyes de protección intelectual. De hecho, el Tercer Mundo tiene muchas dificultades para comerciar.
Y sí, el peso del «sector público» sobre el Producto Interior Bruto es, en la actualidad, superior en más de veinte puntos al que se podía contabilizar cuando se puso al régimen de Francisco Franco (y sí, el franquismo era bastante estatista, aunque en su segunda mitad, la cosa cambiase un poco gracias a esa liberalización percibida en el Plan de Estabilización).
Incluso sería preciso apuntar que los llamados «poderes comunitarios» son cada vez más centralistas (no olvidemos la expansión de crédito artificial del Banco Central Europeo ni la ingente cantidad de normativas impuestas desde Bruselas), pudiendo equipararlos a una especie de Unión Soviética.
El estatismo es enemigo de las familias
Dijo en su momento el historiador Thomas E. Woods, acerca del llamado Bienestar del Estado, lo siguiente:
Liberando a los individuos de la obligación de abastecerse su propia renta, salud, seguridad, jubilación y educación, el rango y el horizonte temporal de la provisión es reducido, y el valor del matrimonio, la familia, los hijos y las relaciones parentales disminuyen. La irresponsabilidad, el cortoplacismo […] e incluso el destruccionismo son promovidos.
Dicho esto, sabemos que a medida que se ha ido desarrollando el estatalismo/socialismo, la relevancia de los cuerpos intermedios ha ido cayendo en picado, siendo la familia la última unidad de resistencia (por algo se insiste en que nuestros hijos no son nuestros sino de eso que llamamos Estado).
La consecución revolucionaria y subversiva para la que sirve lo que también puede considerarse como un artificio y una antítesis de Dios requiere de individuos plena y totalmente atomizados, que no sean capaces de pensar a largo plazo, así como tampoco en el más allá (escepticismo hacia el sentido de la trascendencia). Se reemplaza la Divina Providencia por la falacia problemática del Estado.
Al mismo tiempo, tengamos en cuenta que el relativismo, estatista en cierto modo, ha dado vía libre a la cultura de la muerte, ya que se ha arrogado la potestad de determinar qué vidas son dignas de ser vividas (hablamos de lo relacionado con esos exterminios basados en el aborto y la eutanasia, encuadrados en lo que San Juan Pablo II denominaba «cultura de la muerte»).
Y sí, en materia migratoria, ha tendido a fomentar el Bienestar del Estado el «efecto llamada», cuando se trata de que esos inmigrantes que vienen a España se sumen al mercado laboral, igual que el resto (aparte de pedir a estos que respeten nuestras leyes y tradiciones sociales y religiosas). Ni el estatismo ni las oenegés deben de tratarlos como rehenes, lo cual menoscaba su dignidad.
Con lo cual, no es que haya una mejor manera de llegar a las agendas ideológicas en cuestión, sino que necesitamos acabar con esas soluciones contrarias al orden natural, divino y espontáneo que no solo anulan a la sociedad y suponen la ruina moral, espiritual y económica, sino que también destruyen a las familias, al verlas como un escollo.