La campaña a las elecciones de Madrid ha llevado a una furibunda demonización de Vox (en menor medida, pero también, del PP de la Sra. Díaz Ayuso), identificándolos descarnadamente con el fascismo y con la “ultraderecha”. Aunque se trate de una estrategia electoral de las más sucias que se recuerdan en muchos años, la acusación es recurrente fuera de campaña para el caso de Vox, partido contra el que se inventan cordones sanitarios, desprecios, vacíos e insultos varios un día sí y al otro, también.
Probablemente, quienes le acusan de fascismo no tengan ni idea de qué es realmente ese movimiento político e, igualmente, ignoren, desde la misma izquierda acusadora, el componente social de dicha ideología. Por no olvidar que, quizá, hay algo peor que el fascismo: el comunismo de algunos de los que tachan a los demás de fascistas, pero emplean métodos fascistas, algaradas callejeras y violencia para combatir a ese supuesto “fascismo”. El comunismo ha restringido históricamente todas las libertades y tiene un saldo de millones y millones de muertos en todos los países donde se ha implantado. Resulta paradójico que sus defensores vean la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo.
En cuanto al componente social antes referido, lo mismo ocurre cuando hablamos de acusaciones de franquismo, pues aquél fue un régimen confesionalmente católico, que intentó aplicar la Doctrina Social de la Iglesia: algunas cosas como la paga extra de julio y de navidad, la sanidad o la enseñanza gratuita universales (junto a otras iniciativas), nos vienen de un sistema al que aquí no alabaremos, por la restricción de libertades en su carácter “autoritario” (según algunos) o “dictatorial” (según otros) ni tampoco por su disposición a la ejecución de personas. Sin embargo, una aplicación estricta de la Ley de Memoria Histórica nos llevaría, por ejemplo, a tener que destruir todos los pantanos que hizo “el Caudillo” para bien de nuestros campos y calma de nuestra sed. Hay que valorar la Historia con ecuanimidad y equilibrio, en su debido contexto, porque, a veces, se necesita una mano fuerte y firme que la conduzca: si no hubiera venido Franco, a lo mejor hubiera venido el comunismo, que igual es peor, dadas las circunstancias históricas de los convulsos años 30 del siglo pasado; y desde luego, la fe católica se habría extinguido mucho antes en nuestro país, lo que para algunos supone un triunfo, pero, para otros, una desgracia, máxime teniendo en cuenta la honda impronta cristiana con la que se ha edificado la cultura europea.
Vox, para empezar, no tiene, como partido, ese carácter confesional “católico”, sino que el Sr. Abascal lo ha definido en varias ocasiones como “aconfesional”. Y, de acuerdo a esa línea, en algún tema, como el divorcio, no se ve una posición de querer suprimir una mano abierta que con Franco no existía. Esbozamos, verbigracia, una primera diferencia importante.
Dicho lo cual, queda aún por responder la cuestión de si Vox es, realmente, “la ultraderecha”. La tesis que aquí exponemos defiende que, lejos de ser la «extrema derecha» o la «ultraderecha», Vox es la derecha tradicional de siempre que ahora no se atreve a ser el maricomplejines del PP y que a muchos votantes defraudó desde Aznar en adelante, provocando la deserción de multitud de sus electores; es la derecha de unos determinados valores, que apuesta por la vida, la familia natural y tradicional (no las contemporáneas «invenciones» artificiales de «familia», perniciosas y contrarias al bien común, a juicio de muchos); la derecha que defiende la patria, la libertad sin libertinaje, el liberalismo en economía, la ley, el orden, la Constitución (queriendo reformar ésta, como casi todos los partidos, pero con los mecanismos previstos en ella, no con un golpe de Estado, como nos tememos que, en el fondo, quería Iglesias para cambiar nuestra Monarquía Parlamentaria en una República…).
La línea sutil que, quizá, separa la derecha «pura» (no descafeinada), representada por Vox, de la «ultraderecha» (lo mismo que cuando hablamos de «ultraizquierda”) es el uso de la violencia, lo que, ad dextram, es propio, no de Vox, sino de grupúsculos muy minoritarios filo-nazis, filo-franquistas o filo-fascistas, que montan el pollo para reivindicar su ideología. Vox ha sufrido la violencia, pero jamás la ha alentado ni cometido. Ha tenido que padecerla en el País Vasco, en Cataluña, en la histérica campaña electoral de la izquierda en Madrid que le acusaba, sin pruebas, de haber mandado cartas con balas y una navaja, misteriosamente no detectadas por los escáneres de Correos ni tampoco de los correspondientes Ministerios-destino.
Vox ha tenido que padecer la violencia de quienes reventaban su mitin de Vallecas a pedradas y al grito grabado y comprobable de algún energúmeno: «a por ellos, como en Paracuellos»; en la brutal violencia verbal de la izquierda, la derecha blandengue y gran parte de todos los medios afines o subvencionados… Vox nunca ha devuelto golpe por golpe, a pesar de que motivos podría tener para hacerlo, siquiera en legítima defensa. En ese sentido, es admirable su capacidad de resiliencia, su fortaleza para aguantar y tirar para adelante, defendiendo sus ideas con todo y todos en contra, abriendo o re-abriendo debates necesarios aparcados por el resto de fuerzas políticas.
Por la misma razón, cabe considerar que, ad sinistram, sí es ultra-izquierda el “Podemos” que ha dejado Pablo Iglesias, porque éste sí ha alentado la violencia (con el silencio cómplice de Sánchez), promoviendo aquella «alerta anti-fascista» tras las elecciones andaluzas (que se tradujo en algaradas callejeras); llamando a reventar el mitin de Vox en Vallecas y mandando a esbirros de su partido a tirar piedras contra Vox y contra la Policía (da igual si eran o no guardaespaldas del “jefe”, pero, en todo caso, detenidos por esos hechos); apoyando las violentas algaradas callejeras por la detención del rapero Pablo Hasél, un tipo condenado -ojo- por la justicia…
Así como Izquierda Unida podría representar una izquierda «pura», pero sin violencia (y por ello, podríamos prescindir de llamarla «ultraizquierda»), Podemos, en cambio, al defender okupas, nacionalizaciones, políticas radicales y añadir ese componente violento más propio del anarquismo que de otra cosa, sí merece ser calificado de «ultraizquierda» (no digamos nada de los que aún están más a su izquierda, incluyendo Bildu o la Esquerra y la CUP catalanas).
Por lo mismo, Vox, que jamás ha usado la violencia ni la ha alentado, representa la derecha en su más pura esencia, la derecha genuina, pero sin que se le pueda llamar «ultraderecha», como sí podemos hacerlo con los nazis o los que pegan y van pertrechados de porras, navajas e instrumentos potencialmente lesivos.
Si te gusta el café cargado y no descafeinado, ¿eres por eso extremista o fascista?; si te gusta expresar sin remilgos y con claridad tus ideas, si estás en contra del aborto, a favor de la libertad de educar a tus hijos (incluida en el artículo 27.3 de nuestra Constitución), ¿eres un ultra? ¿O habrá que pensar que los demás son tan blanditos, tan «mantequillas» o tan dictatoriales -fascistas- que quien se salga de sus parámetros será siempre para ellos un «ultra» o un «extremista»? Al fin y al cabo, Vox está pagando el precio de su osadía para pensar diferente. Pero su constante crecimiento (aunque ligero en Madrid, más contundente en Cataluña o Andalucía y mucho más indiscutible a nivel nacional en las dos últimas elecciones generales) indica que hay ciudadanos que no son tontos y que tienen criterio para votar por encima de los insultos, la manipulación descarada del mensaje y los desprecios.
Aquí resulta que los que acusan a Vox de fomentar el odio son los que están fomentado el odio contra Vox (que luego se traduce en violencia contra las sedes del partido del Sr. Abascal, pedradas en sus mítines…), por lo que aún deben, en verdad, demostrar su “superioridad moral” sobre aquellos a quienes critican.
Recuerda en la Biblia el libro del Apocalipsis: «Ojalá fueras frío o caliente, pero, como no eres ni frío ni caliente, te vomitaré de mi boca». Nadie o muy pocos discutirán que el chocolate «light» no es tan rico como el chocolate-chocolate. Pero parece que hay que tener cuidado: si te gusta el chocolate-chocolate, el café-café (bien cargadito), te pueden llamar «gourmet extremo» o «ultra». Y si no quieres franquear la barrera de lo «políticamente correcto», ya puedes ir buscando unos churros para untar que no sepan mucho a churros, quizá congelados, pero no frescos ni recién hechos (a lo mejor, en eso consiste ser “de centro”), porque vas a ser tachado, quién sabe de qué, de “snob extremista”. Eso, si, con un poco de suerte, no te llaman “laminero fascista”. ¡A qué punto hemos llegado!