Es curioso que dos liberales hayan terminado siendo testigos de un mismo evento, la “Primavera de los Pueblos” de 1848, pero hayan desarrollado conclusiones diferentes sobre ella.
Hablo de Juan Donoso Cortés y Alexis de Tocqueville. Ambos eran aristócratas católicos que se habían formado en las premisas del liberalismo, pero con el pasar de los años, terminarían en posiciones antagónicas que los diferenciarían.
Con biografías separadas apenas por cuatro años de diferencia, las vivencias de ambos transcurren en las décadas de principios del siglo XIX. Igualmente comparten una vivencia esencial, un episodio en común que termina marcándolos: en pleno 1848, en París, son testigos de la revolución que hace caer a la monarquía de los Orléans e instituye un desorden con barricadas, que el mismísimo Marx vería con asombro como una paradoja al constatar que «la historia se repite dos veces, primero como tragedia, y después como farsa.«
En donde el viaje de Tocqueville a los recién nacidos Estados Unidos inspiraría su famoso texto, la Democracia en América, en la que plantearía un liberalismo republicano y moderado, Donoso Cortés se vería forzado por las revoluciones europeas hasta el borde de los principios que solía defender, y se reinventaría, convenciéndose de los errores de las revoluciones y de la insuficiencia del liberalismo, se se manifiesta definitivamente en una carta al conde de Montalembert, en 1849, en la que demuestra la evolución de su pensamento político en los siguiente términos: «Mi conversión a los buenos principios se debe, en primer lugar, a Ia misericordia divina, y después, al estudio profundo de las revoluciones«.
Mientras que Tocqueville se define como un «liberal de una nueva especie», Donoso Cortés, que comenzó como liberal, rompe con este movimiento, y termina adhiriéndose al ultramontanismo católico, del que formula a partir de sus premisas una de las mayores teorías del pensamiento político del siglo XIX: «en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica.”
Sin embargo, aunque ambos autores concuerdan en un punto, que es que la religión es esencial para la sociedad, divergen en su conclusión.
Tal vez porque Donoso Cortés piensa como teólogo y Tocqueville como sociólogo. El primero indica que “porque el espíritu católico, único espíritu de vida, no lo vivifica todo: la enseñanza, los gobiernos, las instituciones, las leyes y las costumbres”, el fundamento de la libertad está en la moral y ésta requiere de fe, mientras que el segundo lo dice más sencillamente: «la libertad no puede establecerse sin moral, ni la moral sin fe«.
Tocqueville encuentra virtudes en la moderación del sistema representativo, pero Donoso Cortés apenas ve en ella la “gangrena” de las civilizaciones: “El principio electivo es de suyo cosa tan corruptora que todas las sociedades, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido, han muerto gangrenadas.»
Ambos se sienten horrorizados con las barricadas y el terror revolucionario, constatando en ello la formación de una nueva fuerza política: el socialismo, como Tocqueville no dejará de notar: «Vi a la sociedad cortada en dos: aquellos que no poseen nada, unidos en una envidia común; y aquellos que poseen algo, unidos en un terror común.»
Donoso Cortés no tiene una idea muy distinta, a la que agrega otras observaciones, como lo indica explícitamente en una carta al cardenal Fornari: «El catolicismo no es amigo de las tiranías ni de las revoluciones, sino que sólo él las ha negado; no sólo que no es enemigo de la libertad, sino que sólo él ha descubierto en esa misma negación la índole propia de la libertad verdadera.»
En su célebre Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Donoso Cortés describe la colisión entre estas tres cosmovisiones, pero notando que el liberalismo es la más frágil de las tres, pues «carece de una teología», y estaría condenado a disolverse en el socialismo, que resulta más fuerte, al poseer una teología, aunque considera que es «una teología satánica», de modo que el futuro dejaría sólo dos alternativas: el integrismo católico o el socialismo revolucionario.
De esa percepción arrancaría Donoso Cortés en las formulaciones que plantea en su obra memorable, el Discurso sobre la Dictadura, que emerge razonadamente en proporción a la ignominia de la revolución.
Mientras Tocqueville rechaza cualquier tipo de tiranía, sea de una mayoría a una minoría o viceversa, Donoso no deja de proclamar como es necesaria una dictadura en la cima de la sociedad, porque compensa contra aquella que viene desde abajo, y que es anárquica e destructiva, dejando con ello las ideas que Carl Schmitt recuperaría en el siglo XX para su propia teoría política: «Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba; yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable; yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble.»
De esa forma, y a diferencia de Tocqueville, que se mantuvo en el liberalismo, las conclusiones a las que llega Donoso Cortés parten de su conversión y de su negación de este, y terminan formando una comunión con las ideas de Maistre y de Bonald, no en el sentido de la necesidad de una «revolución contraria», pero apelando efectivamente al «contrario de una revolución.»