La famosa expresión “ni de izquierda ni de derecha” parte de un supuesto erróneo: la preexistencia de un intermedio perfecto en el espectro político. La neutralidad absoluta, esencia de lo que comúnmente denominamos como ‘centro’, es una ficción. El centro es un punto de referencia abstracto- como el horizonte o los puntos cardinales-, y no un posicionamiento concreto.
Es por esto que lo correcto es hablar del ‘centrismo’, entendiéndolo como una tendencia que, en teoría, procura el centro, sin realmente alcanzarlo. Pero esta ni siquiera es su característica principal. Los rasgos distintivos del centrismo son la pusilanimidad, la cobardía y el buenismo. Y curiosamente, esta tendencia manifiesta en los hechos una clara predilección por la izquierda o centroizquierda.
En varios países de Hispanoamérica nos hemos visto gobernados por espacios de este tipo y hemos padecido sus consecuencias.
En Argentina, el expresidente Mauricio Macri fue el responsable de la proliferación de la ideología de género en las políticas públicas, y fue el primer mandatario de la historia de su país en enviar un proyecto de ley para despenalizar el aborto. Su desastrosa administración permitió el regreso recargado del kirchnerismo; que se está encargando de profundizar los delirios progresistas de su antecesor, a través de un mayor despilfarro del dinero de los contribuyentes en políticas de género- planean destinar el 3,4% del PBI (1,3 billones de pesos), equivalente al 15,2% del Presupuesto 2021- y de la legalización del filicidio intrauterino. Esto último sirvió como tapadera para el horroroso primer año de Alberto Fernández como Jefe de Estado. Tapadera que hubiese sido imposible de concretar sin los votos a favor en ambas cámaras de la falsa oposición de Juntos por el Cambio.
Por su parte, Chile gozaba de un modelo económico fundamentado en su Constitución, que, con sus defectos, alcanzó un notable crecimiento del PBI, la reducción de la pobreza y la inflación y el aumento de la expectativa y la calidad de vida. Sin embargo, de poco sirvieron sus logros económicos sin un sustento cultural. Durante décadas, el progresismo chileno fue estableciendo su hegemonía cultural mediante los medios de comunicación convencionales y las universidades, instaurando así su narrativa en el inconsciente colectivo. Este proceso llegó a su punto más álgido con la complicidad de Sebastián Piñera. Un presidente carente de convicciones y sin la determinación necesaria para hacerle frente al vandalismo y las protestas violentas que asolaron su país. Un pusilánime que ante la izquierda de las tres erres (Radical, Rancia y Recalcitrante) cedió para un referéndum constitucional. El progresismo recogió los frutos de sus esfuerzos y se impuso el “sí” por amplia mayoría, tirando por la borda la Constitución y el laureado modelo económico.
En Perú, el por aquel entonces presidente, Martín Vizcarra, no parecía enterarse de que su país se encontraba en una crisis sanitaria sin precedentes, y se mostraba más preocupado por hacer alarde de lo “inclusivo” que era su gobierno, afirmando que pensaba en “aquellos que no se sienten hombres ni mujeres” y que las medidas restrictivas no serían “ningún pretexto para medidas homofóbicas” por parte de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. En medio de una inestabilidad económica y social profundizada por el virus chino, Vizcarra fue destituido por ‘permanente incapacidad moral’. Y resulta interesante señalar cómo las manifestaciones violentas en este clima particular no se calmaron sino hasta la asunción de Francisco Sagasti, un político no muy inclinado a la derecha.
En España, el gobierno de Mariano Rajoy y su destitución tuvieron un doble impacto. Por un lado, fortalecieron al PSOE y, en particular, a la figura de Pedro Sánchez. Por el otro, el Partido Popular, históricamente situado a la centroderecha, tuvo un viraje muy marcado hacia el centrismo buenista. Desde entonces, y sumado a la falta de liderazgo de Pablo Casado, el PP ha tenido innumerables guiños a la izquierda e intentos por desligarse de la derecha, ya sea rechazando la moción de censura de Sánchez o destituyendo a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz en el congreso. Aunque podemos rescatar algo positivo del naufragio político de los ‘populares’. Rajoy creó las condiciones propicias para favorecer el nacimiento de Vox, y Casado hizo lo propio para el auge de Vox y su posterior consolidación como tercera fuerza electoral, un dato no menor si tenemos en cuenta el bipartidismo imperante en el susodicho país.
También podemos mencionar los casos de Colombia y México. En el primero, Iván Duque fracasó estrepitosamente en su lucha contra la inseguridad y en combatir políticamente a las FARC; a la par que le allana el camino a la presidencia al exguerrillero Gustavo Petro. En el segundo, el gobierno de Enrique Peña Nieto fue funcional a la llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador y el afianzamiento de su frente como mayoría en ambas cámaras.
En definitiva, los gobiernos centristas- si es que terminan sus mandatos- han demostrado ser negligentes y desastrosos, funcionales a la radicalización de la izquierda e idiotas útiles al servicio de la hegemonía cultural del progresismo.
Es nuestro deber consolidar una auténtica alternativa de derecha, siguiendo los pasos de Vox. Una derecha con principios bien definidos, que entienda la importancia de la cultura y no se limite a meros economicismos, y que no tema asumirse como lo que es ni les permita a sus contrincantes demonizar su postura. Una alternativa que, además, trabaje para que los ciudadanos de bien vomiten a los tibios de sus bocas.