La Ley Celáa es un fruto podrido más de la indigencia cultural que se vive en España y que –mal de muchos- no es exclusivamente hispánica. Francia nos lleva años de desventaja (importamos su chiste de “subraya la palabra patata y coméntala con tu compañero”) y, me temo, otros países europeos. El caso francés es denunciado por el profesor de Filosofía François-Xavier Bellamy (París, 1985) en Los desheredados, cuyo subtítulo es “Por qué es urgente transmitir la cultura”1. Desde hace años, en Francia –como en España desde la LOGSE- la vida intelectual ha sufrido el lastre de que la cultura es un prejuicio.
Normalmente, los profesores críticos con la pedagogía dominante citamos a Rousseau como el origen del buenismo educativo. El profesor Bellamy demuestra que el desprecio por la vida académica aparece ya en Descartes, que lanzó en su Discurso del método esa idea tan atractiva como falsa de que la cultura, en su sentido tradicional, es un prejuicio. Descartes, que tenía una formación cultural que otros la quisieran para sí, se permitió el lujo de exaltar el conocimiento por la experiencia personal hasta tal punto de enfrentar el razonamiento a la cultura adquirida por los libros y los enseñantes, es decir, por la tradición.
Lo que hizo Descartes es tan atractivo como demagógico; a algunos profesores nos suena muy familiar. Es harto fácil enfrentar las tediosas horas de lectura, subrayado, esquemas, memorización (ejercicios del pasado)… por frases rimbombantes como “aprendizajes significativos” y trabajos grupales y todo lo que sea no poner a un alumno en la solitaria y ascética experiencia del estudio personal. Es muy tentador exaltar el espíritu crítico sobre el papel y hacer mucha presentación y mucho debate en clase; lo difícil es enfrentarse a los adolescentes para convencerles por la vía de los hechos (y no por las negociaciones, tan en boga) de que tú les vas a enseñar algo que desconocen y que, desde su ignorancia, no pueden apreciar.
El caso es que el relativismo hacia la importancia de los contenidos académicos (el menoscabo de la instrucción pura y dura) ha tenido un inmenso éxito. Con la excusa de hacer un mundo mejor, lo más fácil es meter en un mismo saco el “mundo peor” con todo lo pasado, es decir, con la tradición cultural de Occidente. El mundo fue peor por culpa de la tradición y la nueva pedagogía lleva años intentando convencernos de que es imprescindible innovar. Su problema es que los datos de los estudios PISA no concuerdan con sus expectativas, y lo que vemos en el aula muchos enseñantes, tampoco.
Uno escucha a menudo que no es tan importante que los niños aprendan lo que ya está en internet, sino que aprendan a pensar, a utilizar la razón sin prejuicios, como deseaba Descartes. ¿Y qué ha de hacer un niño para hacer trabajar su máquina de razonar? Ahora todo parece depender de lo que el profesor le motive. La motivación en alguna medida es tan evidente que resulta un tanto insultante pretender que es el invento de la pedagogía logsiana; claro que si jugamos a quién atrae antes la sonrisa de un niño me temo que la cultura siempre sale perdiendo. Entronizada la motivación per se hay sólo un paso al temor de que los alumnos no se motiven tanto como uno deseara… y se quejen. Y el temor a que los alumnos estén de morros se disfraza habitualmente con la postura paternalista: la motivación se convierte en hacer fácil el acceso al aprobado a los pobres alumnos. Es la mecánica paternalista que se usó en la pandemia, amenazando bajo manga a los profesores con una inspección si no nos acercábamos al aprobado general. Psicólogos y psiquiatras ya llevan años advirtiendo de que la hipermotivación es un peligro: que no estamos enseñando a los niños a aburrirse o a fracasar, y eso los hace más débiles, por supuesto.
Descartes y Rousseau desembocan hoy, entre otras cosas, en un supremacismo incuestionable de la innovación pedagógica, fortalecido con las nuevas tecnologías, me temo. Es mentira (y ya hay elocuentes publicaciones sobre el tema) que las nuevas tecnologías nos hayan traído una nueva manera de aprender, como si el cerebro de nuestros niños ahora fuera otro. Pero la idea de que los niños son distintos se va imponiendo (la “teleenseñanza” ha venido a ser la prueba concluyente), a pesar de que los datos y la experiencia nos dicen que empeora la capacidad lectora paso a paso y curso a curso, conforme los alumnos pasan más horas delante de pantallas; a pesar de que sabemos que los magnates de la informática no dejan que sus hijos se eduquen con tablets.
Conseguir un título de bachillerato, como pretende la señora ministra, con suspensos es un engaño masivo, por supuesto. Todo lo que se está consiguiendo por esa vía es que se llegue peor preparado a la universidad; que los títulos universitarios se devalúen (y se tengan que engordar con el negocio de los máster, que es otro fruto capitalista de la visión progre de la educación). Pero la ley celáa es un paso más en una dirección que viene de atrás, con muy poca oposición organizada. Debemos recordar que muchos alumnos aprueban hoy con un cuatro, en la ESO y en bachillerato, camuflado en cinco. Debemos recordar que el título mínimo, que es la ESO, se puede conseguir ya con suspensos; y que ese título mínimo se da cuando los adolescentes cumplen dieciséis años: es decir, que hasta los dieciséis se nivela por abajo porque “todo el mundo debería sacarse el título”. Y aún así, no se lo sacan todos, porque “todo el mundo” sabe que si bajas el listón, los escolares de ayer, como el “alumnado” de ahora, se esfuerza menos. Es decir: nunca hay manera de que todos hagan ni siquiera el mínimo de los mínimos.
Debemos recordar que ya es un engaño masivo reducir el bachillerato a dos años y dejar la selectividad en manos de cada comunidad y en manos de los profesores que imparten clase a esos mismos alumnos. Es un engaño pasar de curso a un muchacho a la edad que sea si no tiene los contenidos académicos mínimos para pasar de curso. Es un engaño hacer adaptaciones a diestro siniestro, como si hubiera que compensar emocionalmente a aquel que tiene un problema cognitivo, en lugar de agrupar a los alumnos por su competencia académica. En todo este maremágnum de confusión, que desaparezca la asignatura de religión es cuestión de tiempo; es lo lógico en un país en que no es posible deslindar la cultura cristiana de la ideología, como si fuera exclusivamente una cuestión de creencia; como si no fuera una cuestión de formación cultural imprescindible para entender el mundo occidental.
Naturalmente, quienes salen más perjudicados por esta tendencia a la devaluación cultural son las clases medias-bajas, que no tienen la posibilidad de pagarse clases extras o, directamente, un centro privado. Es de agradecer que famosos, como Bertin Osborne, protesten por las negras expectativas que tienen con esta ley los centros de educación especial. Pero uno querría escuchar también alguna denuncia ante la devaluación cultural. Qué pocas veces se escucha, por ejemplo, a las élites culturales quejarse por la falta de excelencia en la educación. ¿Qué partido político, qué asociación cultural, qué sindicato ha pedido que se recupere el bachillerato de cuatro años? Disculpen si no he sido enterado de la voz de alguno.
El paternalismo con los hijos de los demás es una injusticia en toda regla. Hay una legión de alumnos en España que sólo tienen la posibilidad de acceder a una educación pública y que podrían ser educados en la excelencia académica. Y, sencillamente, no hay sitio ni profesores para ellos. La red pública debería ser tan exigente como el más selecto colegio privado. Para eso no se necesitan pantallas digitales ni piscinas cubiertas. Para eso se necesita ser exigente y desterrar esa idea de que el mundo será justo cuando “todo el mundo” sea bachiller.