Ciertas discusiones no pierden su relevancia de una manera estrictamente efímera. Casualmente es que se dé la casualidad de una serie de episodios que de alguna que otra forma han concernido, directa o indirectamente, a quienes aportan o atestiguan estos espacios de colaboración y contribución a la necesaria batalla cultural.
La pasada semana, durante más de cuarenta y ocho horas, la cuenta de Navarra Confidencial fue suspendida en la red social Twitter, con la excusa de que se representaba a un niño menor de trece años (cuando tan solo se pretendió indicar que el próximo 3 de diciembre se cumplía el décimoquinto aniversario fundacional del primer confidencial digital navarro).
La ofensiva no resultó sorprendente, ni se atreve uno, desde su punto de vista, a atribuirla a un mero error. Sabemos que no es la primera vez que el soporte técnico de este servicio de microblogging pone excusas para vetar cuentas contrarias a las ideologías revolucionarias y «progres» (conservadores, tradicionalistas y libertarios de derecha).
El hecho en sí volvió a abrir conversaciones (afirmar lo contrario es, en cierta medida, mentir o hacerse el despistado). Precisamente, se volvieron a intercambiar propuestas sobre servicios alternativos como Gab y Parler (este último, muy popularizado cuando se intentó contribuir, por parte del ente de Jack Dorsey, a declarar a Biden como presidente) así como críticas sobre la libertad de expresión en redes.
No obstante, a priori, es mi interés que el quid de estas discusiones se centre en el interrogante o duda sobre si los servicios que ofrecen las grandes corporaciones (denominadas, en inglés, Big Tech) son en realidad provisiones bajo régimen de monopolio que hacen imposible cualquier movimiento de competencia.
Mejor hablemos de oligopolio pretendido
Para empezar, cabe indicar que el monopolio es una situación que se da cuando el Estado asegura la provisión de una única oferta de servicio (por lo general, servicios que formarían parte de competencias única y exclusivamente estatales), sin perjuicio de que haya un incentivo elemental de la misma en base a lo que podemos considerar con efectos prácticos.
Esto no se da en el caso de las Big Tech en tanto que no existe ninguna normativa estatal que estipule un reparto de servicios de Web 2.0 entre empresas como Google, Apple, Microsoft, Facebook, Twitter y Amazon. Ni en los Estados Unidos ni por parte de un ente supranacional interesado en dictar una normativa extendida a todo el orbe.
De hecho, en sí, citando algunos ejemplos más o menos concretos, no estamos obligados a utilizar un sistema operativo (Android en el teléfono móvil y Windows en el portátil), un servicio de mensajería instantánea (Whatsapp) y un motor de búsqueda concretos (Google). Ahora bien, ¿por qué su cuota de mercado es tan alta?
Hablamos de servicios que gozan de considerable popularidad, siendo también cierto que muchas de estas compañías tratan de extender su abanico de servicios incluso ofertando (de manera voluntaria y no extorsionadora, pues todo hay que decirlo) la adquisición de otras tecnologías, como se dio con el entorno de desarrollo de apps llamado Firebase y el servicio de fotografías Flickr.
De hecho, hay quienes siendo conocedores de servicios alternativos como DuckDuckGo, Telegram y distros de Linux como Debian, tienen algún motivo personal para no cambiar a estos servicios, cuando, técnicamente, pueden utilizarlos para desempeñar determinadas tareas telemáticas (búsqueda, comunicación, etc.).
Eso sí, otra cosa es que, en sí, estas grandes corporaciones pretendan consolidar un oligopolio para el cual necesitan de la acción del Estado, traducida en múltiples prebendas. Esto no solo ocurre en la tiranía comunista china, sino también en países más occidentales. Es más, estas entidades son las que menos se preocupan por las amenazas múltiples a la libertad económica.
Aparte de señalar la evidente connivencia hasta en lo ideológico, dentro del llamado «capitalismo de amiguetes», hay que decir que la idea de ciertas regulaciones de mayor complejidad acabará perjudicando a esos pequeños emprendedores que pretenden competir tratando de ofrecer un servicio tecnológico alternativo, con un valor añadido que pueda marcar la diferencia.
El paradigma de Internet juega en contra de la descentralización
Cuando se denuncia la censura ideológica de las Big Tech (en cuyo derecho estamos pues que una empresa no tenga titularidad estatal no la exime de críticas, aparte de que en teoría, el fin de estos servicios era facilitar comunicaciones, por decirlo breve y sencillamente, sin más), conviene tener presente la posibilidad de elaborar alternativas.
Esto no se trata de una claudicación (independientemente de que nos interese mantener una presencia en redes con altas cuotas de mercado para asegurar cierta difusión del mensaje que nos convence). En realidad es uno de los motivos adicionales por los que conviene exprimir esa llamada emprendedora y de contribución a la sociedad, por medio del mercado, a la que estamos «invocados».
Internet, para recordar, tiene una esencia basada en la dispersión distribuida del conocimiento así como en la descentralización (obedeciendo al fenómeno mencionado «justo anteriormente»). Recordemos que, pese al intento de sacar tajada por parte de los problemáticos gobernantes estatalistas, es posible desafiar cualquier pulsión de monitorización y control absoluto del individuo y la sociedad.
Aunque todo hay que trabajarlo, habiendo de saber hacer las cosas bien, la misma esencia de Internet no solo puede asegurar la seguridad de nuestra propiedad dineraria y de nuestra privacidad (aparte de facilitarnos, pese a ciertas tendencias restrictivas, el contraste de los proyectos de «verdad oficial»), sino que facilita la máxima competencia económica (no solo en el «dilema» sobre el «pequeño comercio»).
Con lo cual, es fácil proveer servicios de Web 2.0 y 3.0 alternativos. Es más, conviene puntualizar que gracias a las criptodivisas que operan bajo blockchain se puede conseguir que el actual sistema bancario (al que también quieren llegar las Big Tech, no solo con la sospechosa «cripto» de Facebook) quede obsoleto, no estando sujeto el valor del dinero a criterios de ente central.