El bienestar como «ritual ideológico»

En estos momentos, podemos afirmar que el llamado «sector público» roza, si no supera, el cincuenta y uno por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) en España. Incluyamos dentro del mismo no solo los entes gubernamentales con sus voluminosas plantillas de altos cargos, sino también al «amplio abanico» que, de una manera generalmente monopolística, provee el Estado.

Ahora bien, no se pretende, mediante la redacción de este artículo, exponer, de manera desarrollada, una radiografía matemática de la hipertrofia del Estado. Más bien, nos centraremos en los efectos que se generan por medio de una propaganda estatal (con sus respectivos agentes de agitpropal hacer consideraciones sobre determinadas «provisiones de servicios».

Esto forma parte de esos mecanismos de ingeniería social a considerar, por parte del socialismo, en cualquiera de sus modalidades, como imprescindibles. De hecho, suelen utilizarse mucho dentro de estrategias que bien van contra un partido o persona concretas o, en favor de esa evidente tendencia estranguladora y engullidora del también llamado Bienestar del Estado.

Equiparar comunidad/patria a «servicios públicos»

Con frecuencia, el izquierdismo económico (no necesariamente corte identitario o nacionalista) suele recriminar a determinadas personas con sentimientos patrióticos (amor hacia su comunidad, su región, su país…) la simultaneidad de un escepticismo hacia la voracidad de la actual presión fiscal (tratando, en muchos casos, de recurrir donde sea necesario, dentro o fuera, para salvaguardar los ahorros).

El error es equiparable al que supone asimilar el Estado con la nación (u otra clase de comunidad política, cuando son conceptos plenamente diferentes). Eso sí, sabemos que su intención es que no haya una sociedad en condiciones, sino una masa de individuos subyugados al poder omnívodo del Leviatán estatal.

Luego, que nadie descarte el interés en incorporar esta «disputa» a la acción discursiva, para hacer creer que se incurre en contradicciones y, si es posible, intimidar (este mecanismo es muy habitual, como todos sabemos muy bien), llegando vertir acusaciones habituales de egoísmo, insolidaridad y falta de empatía con el prójimo paisano.

Cambian la «valoración espontánea» por el «culto ideológico»

Cuando un servicio se oferta por medio del mercado, es lo normal que sea el cliente/usuario quien haga valoraciones sobre el mismo, no necesariamente limitadas a la mera opinión (lo que Mises llamó «democracia económica» puede repercutir también en el valor subjetivo de los precios).

En base a esas apreciaciones, puede que ese servicio tenga una recompensa económica (beneficios, incremento de la demanda…) o que se vea motivado a incorporar una serie de mejoras en los servicios que ofrecen. Otra cosa es que haya apuestas por el monopolio y el oligopolio, solo factibles en tanto que exista una intervención del Estado.

Eso ocurre, por ejemplo, con la sanidad y la educación. Por un lado, existe, a efectos prácticos, un monopolio, en tanto que todos los ciudadanos están obligados a contribuir con el expolio fiscal a la red sanitaria estatal (con la salvedad del funcionariado y otros empleados del Estado), con lo que se puede decir que, indirectamente, se les obliga a elegir unos determinados servicios.

De hecho existe cierta uniformidad normativa que no depende tanto de la divergencia de criterios de la comunidad médico-científica, sino de lo que estipulan oportuno los burócratas de turno. De igual modo, en educación, no solo es que se carezca de libertad de elección (la llamada «educación concertada» no deja de ser sino una burda garantía de la «libre elección»).

Aparte de ello, existe el conocido monopolio curricular. Con independencia de la titularidad del centro educativo, los contenidos educativos son los que dictan las administraciones políticas. Así, pues se asegura, con algo más de eficiencia, el mecanismo de adoctrinamiento ideológico que supone que las competencias educativas no recaigan en la sociedad (obviamente, en las familias).

Pero, yendo al caso, lo cierto es que para promover estos servicios (así como reivindicar una mayor opresión de la sociedad), lo único de lo cual es capaz el socialismo es de reivindicar que «lo público es muy valioso», que «lo privado es de unos pocos», que solo de equis forma se aseguran «la tolerancia, la igualdad y la inclusión».

De hecho, por desgracia, sin ánimo de generalizar así como tampoco de menospreciar la buena labor de quien actúe en consecuencia, cabe indicar que no pocos centros educativos y sanitarios «públicos» tienen grupos de presión que, incurriendo en incoherencias ocasionales, dedican parte de su tiempo a hacer propaganda televisiva o, si es el caso, a «intoxicar» a los alumnos.

Puestos a hacer ilustraciones selectas, mencionemos a los famosos «médicos y enfermeros podemitas» en Madrid, a aquellos que dedican sus horas lectivas al «culto pagano nacional-catalanista» o a las incitaciones varias a la participación en esos aditivos de caos abierto del izquierdismo basados en «huelgas educativas» y «manifas».

Buen servicio y sentido común

Cuando enfermamos, nuestra prioridad es que se nos trate adecuadamente, de modo que podamos recuperarnos lo antes posible. Del mismo modo, la principal preocupación de unos padres es que sus hijos puedan tener una formación adecuada en vistas de los retos a afrontar en el día a día, sin que se menoscabe lo que se puede considerar como objeción de conciencia.

Por lo tanto, frente a la propaganda de «culto ideológico» que empaña determinadas prestaciones monopólicas, conviene reivindicar la libertad de elección de esos servicios, por parte de la sociedad, recurriendo al mecanismo espontáneo del mercado (al mismo tiempo, se puede tener presente la correlación con el principio de subsidiariedad).

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