Leo con sorpresa, y a la vez con cierta indignación, la noticia sobre el manifiesto firmado por un grupo de párrocos guipuzcoanos que se manifiestan públicamente como contrarios al nombramiento de Monseñor Munilla como Obispo de San Sebastián.
Como católica, siento una profunda decepción y vergüenza, primero por el incumplimiento flagrante por parte de estos párrocos de su deber de obediencia debida a sus superiores jerárquicos eclesiales, incluido el Papa, que es quien ha nombrado para tal responsabilidad a Monseñor Munilla.
Por otro lado, en todos los aspectos de la vida se conceden unos cien días de gracia a todo aquél que ha sido nombrado para algo. En este caso, sin haber tomado posesión siquiera todavía y sin haber hecho declaración alguna en contra de nadie, no se le ha concedido en modo alguno siquiera el beneficio de la duda y ya ha sido condenado sin la más mínima condescendencia.
Entiendo que la actitud de los párrocos nunca puede ser la de atacar a sus superiores, y menos aún en público, con total publicidad, y provocando el escándalo de los fieles católicos de su Diócesis.
Los tiempos en que había influencias políticas y de otra índole en los nombramientos de Obispos llegaron hace tiempo ya a su fin, gracias a Dios. Sin embargo, algunos, que llevan casi 30 años queriéndolo controlar todo en el País Vasco, no asumen la independencia y libertad de instituciones como la Iglesia Católica para nombrar a sus propios representantes.
Hace una semana conocí a una palentina a quien se le saltaron las lágrimas cuando le mencioné a Monseñor Munilla. Me dijo que había sido un auténtico “Padre” eclesial para Palencia. Desde aquí vayan mis oraciones para que Monseñor Munilla sea iluminado en la difícil tarea de ser el “Padre” de absolutamente todos los guipuzcoanos.