El P. Ripoll, un sacerdote gallego, colaborador del Instituto Xoán de Lugo (un think tank de índole paleo-libertaria cuyo presidente honorario es el profesor Miguel Anxo Bastos), ha tenido la cortesía de conceder a Navarra Confidencial una entrevista.
El contenido de la misma, que se desarrolla a lo largo de esta entrada, a continuación, aborda cuestiones relacionadas con la tradición católica, el orden natural, la libertad de mercado y el concepto de una sociedad sin lo que se puede llamar «Estado moderno».
¿Qué hay que entender por anarco-tradicionalismo o paleo-libertarismo?
No sé si ambas denominaciones son idénticas. En todo caso, son el síntoma de que las etiquetas clasificadoras han saltado por los aires. Y es muy bueno que así sea. Despliegue de totalidades al modo hegeliano, como una verdad única desplegada en lo político, lo económico, lo estético o lo ético es una pésima narrativa. Es el cuento de la buena pipa: tomando un elemento del sistema podemos reconstruir esa totalidad. Y cualquier elemento obtiene su valor por el todo. No. No todo tiene que ver con todo. Hay que reconducir los problemas que nos vamos encontrando a sus fuentes. Por eso hay que recordarlo: no es lo mismo un marco teórico, que el juego político o las síntesis programáticas. No son encarnaciones sucesivas de una verdad preexistente. Juegan juegos distintos. Convertir lo teórico en la estrategia de las realizaciones prácticas es lo carácterístico del pensamiento utópico, del que hay que huir como del diablo. Un marco teórico lo que hace es “presionar” negativamente el marco del juego político concreto, sin encadenarse a la pregunta del deber ser. Los teóricos tenemos ese privilegio y esa condena. Hacerlo lleva a las contradicciones de cualquier descripción de sociedades fantasma, que son sociedades del no-ser, las sociedades ideales. Pensar hacia el futuro es un error -una fantasmagoría, legitimación del presente como falsa conciencia- hay que pensar hacia adentro, con la contundencia de la catarsis. El juego político tiene otra dinámica, de juego de trileros en que cada jugador va posicionando sus tácticas según lo que haya decidido el tablero de juego, esencialmente determinado por la “jugada” de su oponente. Como los juegos de rol, o las partidas en línea. Hay que leer bien a Carl Schmitt.
Entiendo que nociones como paleolibertarismo o anarcotradicionalismo están en otro juego, el de la crítica inmanente, el de un pensamiento que ha de pensar contra sí mismo. Como el barón de Munchaussen que se sacaba del río tirándose de los pelos. A las tradiciones políticas que entran en el juego de lo político tienen que duplicarse: ojo. Pretender que su juego político es encarnación de su marco teórico es ilusorio. Hay una presión en ambos sentidos. Y se llega a precisar de la legitimación -por el juego político- de su propio marco teórico. Todo juego político exige meta-metanarrativas. Así, su marco teórico se convierte en derivado de la necesidad práctica y acaba perdiendo consistencia, y deviene en ideología (la paja que todo quisque ve en el ojo ajeno). De Espartero a Fraga, con todas las variantes de liberalismo moderado, conservador o excepcionalista, se da un mismo metarrelato, el del Estado nacional, legitimado como voluntad popular, herencia visigótica o providencia divina, lo mismo da. Lo cierto es que no tiene más edad que el liberalismo político; el terreno de la contradicción es claro: lo que aquí se legitima es la modernidad política y económica como forma conservadora y tradicional. Creo que la idea de anarcotradicionalismo puede ser un marco útil para proceder a visibilizar esas contradicciones en forma de pensamiento antagónico. Frente a ello, indicaría que el anarcotradicionalismo es la enmienda a la totalidad de cualquier relato conservador o tradicional, por su pecado original político y un retorno a sus prístinas categorías: es un modo de interpretación de la sociedad como constitución natural, en la forma de orden social espontáneo, sedimentado en la tradición y en comunidades de vida y sentido, donde lo institucional es resultado de lo sedimentado como estructuralmente valioso y que caracteriza el sentido de las formas patrimoniales del poder frente a las burocrático-legales, una forma de federativismo ascendente, poliarquía asimétrica e individualismo en la concreción de la vida comunitaria, en el espacio y en el tiempo.
Hay católicos que arguyen que el magisterio de la Iglesia condena la anarquía, ¿Qué entienden por ello?
Junger distinguía entre lo anarquista y lo anarco, como la distancia entre lo destructivo y lo creativo. Hay que superar la identificación que existe entre Estado y regulación política. Es un resultado de lo profundo que ha arraigado la narrativa del Estado-Nación, aún en quienes lo defienden como garantía de un orden tradicional, como la divinidad femenina de las religiones agrícolas. Tolkien es el que nos da el sentido en que hay que entenderlo: “Mis opiniones políticas se inclinan cada vez más hacia el anarquismo (entendido filosóficamente, es decir, la abolición del control, pero nada que ver con hombres barbudos que portan bombas) o hacia la monarquía inconstitucional. Arrestaría a cualquiera que empleara la palabra Estado”. Detrás de esta confusión hay un paradigma positivista y voluntarista, y es que no hay orden político sin Estado. Es un tipo de evolucionismo, el Estado-nación como forma característica de lo político, que figura toda forma política precedente. Hay que profundizar en su especificidad y en el hiato que le separa de otras formas de organización política. Aquí “anarquismo” es poner en duda ese metarrelato; la naturaleza social del ser humano, espontáneamente, tiende al orden. Ese orden adopta la forma de rutinas valiosas, que se transmiten por tradición. Las sociedades humanas pueden considerarse como fractales, al modo de ese emergentismo del que nos habla la biología molecular. Como dijo Bonald: “Lejos de poder constituir la sociedad, el hombre, por su intervención, no puede impedir que la sociedad no se constituya, o, para hablar con más exactitud, no puede sino retrasar el esfuerzo que ésta hace para llegar a su constitución natural”.
En todo caso, lo que no se puede hacer es invertir los campos semánticos de las palabras a placer según nos convenga. No vale abstraer aquellos aspectos que nos interesen del Estado moderno y aplicarlos inmoderadamente a cualquier forma de organización social haciendo imposible el estudio empírico de las formas políticas. Cualquier categorización es siempre interesada. En cuanto fenómeno, el Estado moderno se define por el ejercicio funcional de la soberanía, como unidad abstracta que se identifica sobre un territorio en el plano de la fiscalidad, la legislación y la seguridad. Su instrumento legitimatorio ha sido la idea de nación como pacto social, destino histórico o providencia. Es esta idea la que es inconmensurable con cualquier forma tradicional de legitimación del poder. En esto hay que recordar a Weber. La modernidad es el choque de dos legitimidades, la tradicional y -al menos- la burocrático-legal. Cuando Lutero escribía a la nobleza alemana, no estaba procediendo como una especie de «secularista avant la lettre» que exigiese la distinción de funciones políticas y religiosas. Lo que negaba era la capacidad que tenía la Iglesia romana de legislar al margen del príncipe. Es la misma postura que la de Hobbes, el anticristo es quien divide la autoridad del príncipe en un territorio. El orden político premoderno desconoce ese esencialismo político territorial; la disparidad legislativa, eclesiástica, gremial o tributaria no podía, en efecto, removerse sin cambiar su imaginario constituyente. Había dicho Constant: “La variedad es organización. La uniformidad es mecanismo. La variedad es la vida. La uniformidad es la muerte”. En ese imaginario -esa legitimidad tradicional- el príncipe debía convocar a sus parlamentos para introducir tributos o levas. El absolutismo buscó reducir esos límites. Lo hizo a través del recurso fácil del derecho divino. Pero al hacerlo puso en crisis la propia legitimidad del todo. De Maistre ponía el origen de la revolución francesa en un olvido, y la revolución como un castigo necesario.
¿Qué compatibilidad tienen los principios de la Escuela Austríaca con un orden natural católico?
Si hablamos de dos líneas de pensamiento, la duda que me asalta en ocasiones es si ambos colectivos son compatibles consigo mismos. En este suelo, recomiendo no absolutizar nada. Porque hay quienes indican que los economistas austríacos no son todos los que están, y en el otro campo hay mucha tela de cortar cuando se quiere determinar cómo se especifica la ley natural. A pesar de todo, lo más interesante son los vectores en que romper líneas de debate.
Por una parte, hay un cierto iusnaturalismo católico con una siniestra tendencia a la doctrina luterana de los dos reinos. Es el agustinismo político, bautizado así por Arquilliére y que poco tenía que ver con San Agustín. En él incurren muchos tradicionalistas de todo pelaje desde Bonald, al menos. Es una especie de teoría del reflejo. Consiente retóricamente en la naturaleza como fuerza generadora de los medios en que discurre la vida social, pero al mismo tiempo advierte que la naturaleza está afectada por el pecado original, de modo que es necesario que sea disciplinada por medios políticos. “Hay que distinguir con cuidado ambos regímenes y dejar que existan ambos: uno que hace piadosos y el otro, que crea la paz exterior e impide las malas obras. En el mundo no es suficiente el uno sin el otro”: ¿Sabe quién escribió esto? Dejémoslo en enigma. Pero si le resulta familiar con sus propios pensamientos, es usted un sedicioso criptoluterano. ¿Qué tal? Ese pensamiento es extraño al orden que Lutero pretendía combatir. A esta escisión de interioridad-exterioridad se le puede aplicar la paradoja del sorites; finalmente, entre una sociedad que fuese fruto del pacto social y una constituida en base a la ley natural pero, a la postre, positivizada por medios disciplinarios, ¿Cómo se podrían distinguir? Ahí aparece la idea de lo político como construcción voluntaria, correlato necesario de la ciudad celeste, el “reino de Dios en la tierra”. Como indica Eric Voegelin en su “nueva ciencia de la política”, el problema es cuando se quiere adelantar esa implantación en la tierra, que suele acabar a sangre y fuego, como en el caso de los puritanos ingleses, y que en su obra “las religiones políticas” caracteriza como forma de gnosticismo moderno que anticipa cualquier modalidad de totalitarismo, como la de quienes, desde la vanguardia, ya pisan un mundo nuevo y han de arrastrar al resto, una forma de milenarismo secularizante. Por contra, en San Agustín la dialéctica entre trascendencia e inmanencia en relación a lo político no funciona así, como causalidad ejemplar, sino como confirmación de la esencial relatividad de lo político en un “mundum senescens”. Intuyo que aquí el problema es la pregunta; lo natural que aparece en el iusnaturalismo no lo es en relación a la gracia, sino a la voluntariedad positivizante, ese adanismo organizativo.
En el caso de la Escuela Austríaca, creo que las opciones se multiplican, y no quiero caer en el exceso. Me parece que el estudio del ciclo económico, la teoría subjetiva del valor, la idea de lo económico como correlato de la acción humana en el mundo en cuanto intencionalidad tienen un sabor muy clásico y ciertamente esclarecedor. Donde yo veo el problema es en las aplicaciones prácticas, la descripción de cómo funcionaría una sociedad desde esos principios por buena parte de anarcocapitalistas que cogen el rábano por las hojas hasta el punto de que finalmente parecen discutir sobre el contenido de una jerga dada sobre la que no hay acuerdo. Ejemplificar esto resultaría tedioso. Pero hay algunos casos reseñables. Por un lado, en los que consienten en un planteamiento iusnaturalista, al mismo tiempo defienden que toda interacción social debe hacerse por vía de contrato. Con lo que nos encontramos, de manera contraintuitiva, que lo que los voluntaristas más descamisados ponen en cuestión -la existencia real de un pacto social- en esta idea de muchos anarcocapitalistas, la sociedad se convertiría en la suma de todos los posibles contrarios voluntarios. Hay aplicaciones prácticas muy bizarras en el campo ético derivadas de la propiedad sobre el propio cuerpo. Aparte del debate que puede se establecer acerca de si el cuerpo es un objeto entre otros objetos, o si tenemos un cuerpo o somos un cuerpo, la idea parece mercantilismo onanístico vulgar. Si la disposición del propio cuerpo es el fundamento de la propiedad privada, entonces, ¿este fundamento es relativo? Si necesariamente se puede separar el sujeto del derecho de propiedad sobre su objeto, al ejercer el ius abutendi llegando a la destrucción de ese objeto, queda suprimido también el sujeto. ¿Es el objeto de propiedad, en este caso el propio sujeto? Esta debilidad en la fundamentación rompe con el orden de la deducción lógica, que lo fundamentado exige algo que no sea fundamentable, que es el principio de la deducción de la que hacen gala los austríacos, siempre que estemos en el contexto de una lógica razonable, y viene de asumir inconscientemente algo que no es nada nuevo, el puro voluntarismo político, en este caso con el lenguaje del mercado aún cuando sea con un discurso técnico y sofisticado.
Esto puede verse también en las preferencias éticas, que parecen discurrir por el cauce del pensamiento único socialdemócrata de la exaltación y producción ad infinitum de la diferencia como paradigma social bajo el disfraz de protección del libre mercado y la propiedad. Muy en la línea de esa happycracia (¡Qué grandes libros “contra la happycracia” y “rebelarse vende”), el New Thought, las teorías de la autorrealización o los manuales de autoayuda por los que transita el pensamiento débil: ¡Si quieres puedes! En esta exaltación de la diferencia late una mirada distraída sobre la conformación de un pensamiento tendencioso de lo idéntico. De ahí que se confunda la no coacción sobre modos de vida y pensamiento con la exaltación de cualquier opción vital como un deseable absoluto por el simple hecho de ser opción individual. (¿Y quién o qué es el que debe moderar, educar acerca de esa deseabilidad, o señalar los límites de las preferencias personales cuando son discriminatorias aún no siendo coactivas ?…. hmmm, aquí siempre aparece alguna entidad política coactiva, aunque sea pequeñita. Socialdemocracia a escala 1:1, como los productos del palacio de cristal de Paxton en que la reina Victoria tenía al alcance de su mano todos los productos técnicos y exóticos de su tiempo).
Sobre cómo enfocar lo uno y lo otro sólo puedo ofrecer algunas intuiciones; creo que el problema surge cuando lo económico se convierte en paradigma fundante de una ética normativa y deviene en teoría política camuflada. Cuando se intenta fundamentar cualquier comportamiento ético o social en los mecanismos económicos -a veces presentados como resultado material de la evolución, qué cosas- se llega a contradicciones circulares. Si el ahorro, las virtudes frugales y el trabajo son la condición para que se desarrollen economías de libre mercado, ¿es el libre mercado capaz de ofrecer o producir una ética que soporte esa dinámica de ahorro y trabajo? ¿No sucede al contrario? ¿No es esa autorreferencialidad gravosa a las sociedades de libre empresa? Es en las sociedades prósperas del libre mercado donde aparece el peligro de esta inversión, donde esa prosperidad disminuye ese énfasis en el ahorro y el trabajo, y donde se exalta esa producción de la diferencia que deviene ideológicamente socialista. ¿Alguien va a regular su vida conforme a fines para que el libre mercado funcione? Evidente y paradójicamente no. Hay que verlo en un contexto más amplio, en qué mundos de sentido se ha desarrollado. Y lo es en contextos de vida, comunidad y tradición que no pueden, bajo riesgo de anularse a sí mismos, referenciarse como ficción instrumental para que la economía funcione. El individualismo atomista debe dar paso a un individualismo situado.
¿Por qué hay cierto miedo a la economía de mercado por parte de algunos tradicionalistas?
Decir “algunos” es demasiado optimista. Creo que es un rasgo psicológico con un toque de dandismo. Decía Borges que el comunismo te da un carácter y un grupo de amigos. Aquí la dinámica es similar. Es resultado del deseo romántico de posicionarse contra cualquier realización, politica o económica, que tenga el sello de lo moderno. Es la pose del último cruzado que defiende la ciudadela; pero que realmente no es más que un agente de aduanas al que se las cuelan todas. O como en “El desierto de los tártaros” de Dino Buzzati, el centinela que guarda la frontera de manera épica cuando no hay nadie al otro lado.
El problema es que las posiciones económicas del anticapitalismo que viene de la derecha son perfectamente identificables con posturas económicas enraizadas en el liberalismo económico. Es más, en sus más características formas. Por lo general su espectro se mueve entre el ordoliberalismo y la economía social de mercado. En este momento el recurso es a las fuentes filosóficas; que aunque el propio posicionamiento económico coincida con esas posturas, se hace desde una distinta comprensión de lo político o en una intencionalidad absoluta que determina, especifica y diferencia cualquier producto por pompier que sea. Es bastante irrelevante el recurso explicativo. Lo interesante es ver cómo se defienden posturas que son característicamente modernas apelando a la escolástica o a los reyes godos. Por lo general la mayoría de los tradicionalistas funcionan económicamente en un paradigma ordoliberal, y esa derecha social que viene del franquismo -bueno, que realmente viene de la restauración y pasa por Ortega, o Ortega por él- se mueve en una economía social de mercado, a pesar de sus manifestaciones más grandilocuentes o incendiarias. Nada demasiado tradicional.
Aún más; el miedo a la expresión “libre mercado” procede del temor a que ese es el proyecto auténtico, pristino, focal, absoluto del liberalismo: el capitalismo total, según expresión de algún teórico cultural marxista. El profesor Bastos indica una trampa en la que se cae con frecuencia: no vale comparar el capitalismo ideal con el socialismo ideal. Hay que compararlo con el capitalismo real. Y -esto ya lo digo yo- la forma más sólida y cumplida del capitalismo realmente existente es la del capitalismo político, una forma de regulación política de la empresa privada y del flujo de capitales, ya sea para afianzar el relato del Estado nacional por su finalidad social, ya para sufragar las pérdidas de los amigos del poder.
Ese es el pecado original del capitalismo y el motivo por el que disiento en que capitalismo y libre mercado signifiquen exactamente lo mismo. Tampoco me gusta la palabra, que fue acuñada por Engels y Sombart. Y que como tal, hace referencia a un capitalismo político. Muchos defensores del libre mercado cuando hablan de capitalismo pretenden aislar lo económico de lo político, y toman el Estado como una anécdota histórica que, en todo caso, ha ralentizado el despliegue de lo específicamente económico. “Hay muchos capitalismos”, en eso hay una contaminación de esa izquierda que apela a la permanencia de su utopía no perfectamente realizada. Que el capitalismo se ha desarrollado “a pesar” del Estado. Sin embargo, históricamente, lo que se llama “capitalismo” ha sido y es un régimen esencialmente político; el fin de las propiedades comunales y del sistema gremial -regímenes de propiedad privada- obedecen no a un mustio ocaso por su ineficiencia, sino a una directa intervención del poder político. Existe una linea de investigación historiográfica, la del retorno gremial -que ha tenido muy poco eco en España- que está desmitificando esa idea del fin de los gremios por su ineficacia económica y apuntando, a través de la distinción de casos según áreas geográficas, a esto que he indicado. La supresión de todos los “obstáculos” de lo que se denominaba entonces “libertad industrial” necesitó de una instancia única que eliminase las anfractuosidades del caleidoscopio social. Ese necesario cómplice fue el Estado, creador de identidad tanto en lo económico como en lo social y político. Es algo a considerar: que en el origen de eso que se llama capitalismo haya habido una intervención directa del poder político, de manera expropiatoria contra sistemas acumulativos de propiedad privada. También en la construcción de lealtades y subjetividades. Pues junto al Estado es el capitalismo realmente existente lo que se desarrolla. Hay más libertad de mercado en las ferias medievales, en cierto sentido, que en eso que hemos conocido como capitalismo o liberalismo político. En España, por cierto, las propiedades forestales comunales -al menos en Galicia- se eliminaron en la época de Franco, otorgando su gestión a los ayuntamientos, esas eficacísimas corporaciones de notables que todos conocemos.
También hay un mecanismo de estímulo-respuesta que asocia el libre mercado a la estrategia ideológica de las grandes empresas, o los ricos, la plutocracia, y como no, los illuminati y la sinagoga internacional. No deja de resultar interesante el ver que entre los empresarios no abundan los alegatos contra la intervención del Estado; al contrario, parece que a lo que más ansía un emprendedor es a acabar teniendo negocios con el Estado (¡Ana Botín con Podemos!). A quien más afecta una economía intervenida, es, justamente a los que no son ricos. Cuando los sanfedistas, defendiendo la integridad del reino de las dos Sicilias se oponían a la Francia revolucionaria, cantaban: “Al sonar de panderetas, gente humilde se ha levantado/Los franceses han llegado/nos han pedido impuestos/Liberté, Egalité/¡Me robáis a mi, os robo a vos”. La defensa del libre mercado es inherente a un orden económico tradicional que quiera fundarse en la naturaleza de las cosas. Las palabras son lo de menos.
¿Qué pueden aportar los paleolibertarios a la batalla contrarrevolucionaria?
La postura anarcotradicional, tal como yo la entiendo, es abandonar el recurso a la logomaquia, a la búsqueda de una jerga propia y característica en torno a la cual reactivar una identidad. A través de las categorías de un repertorio transmitido, y aislado de lo anecdótico, repensar lo que se nos presenta. Palabras como revolución y contrarrevolución tienen una bonita historia significante, pero yo creo que sus referentes han sufrido demasiados cambios, para mantener la frescura de la inmediatez, para calificar con todos sus matices las transformaciones de aquello para lo que surgieron. Una inmediatez que está sobrecargada interpretativamente y tiene por encima muchos velos. De lo que se trata es de levantar el velo, haciendo salir al enanito que se hace pasar por el mago de Oz; y a lo mejor esas palabras ya están domesticadas hasta el punto que se ha mojado la pólvora, y que pueden operar en contra de lo que se pretende. Como dice el profesor Ayuso en una feliz expresión, “hay muy poco que conservar y mucho contra lo que reaccionar”. Vivimos en un orden en que ya no es posible aislar una esfera que funcione como un cuartel de invierno; la cultura contemporánea no es un efecto sobre los sujetos, sino un modo de conformidad interna. No se puede distinguir sin más entre buenos y malos; no vale aquello de Donoso Cortés, a mi juicio, el tener que elegir entre “la dictadura del sable y la del puñal”. La cultura como ideología no es más un catálogo de posiciones sino una expresión de saberes sensibles, actitudes cotidianas, casi inconscientes. Hay que retornar a lo cotidiano. Ahí la intervención ha de ser en forma de shock. Lo ordenado, civilizado, apolíneo, esperable, lo convencional, es en este momento la exaltación de lo diferenciado, lo chocante, lo único, lo distinto, lo disperso. Si la contrarrevolución, al decir de De Maistre, es “lo contrario de la revolución”, no se le puede hacer el juego subordinándose a sus reglas; yo tomaría como modelo al Joker de la trilogía de Batman, como agente del caos que saca a la luz lo trágico, absurdo y contradictorio de una sociedad aparentemente ordenada pero extremadamente alienante. Quizá para restaurar el orden haya que introducir el caos. Hay que cabalgar las contradicciones hasta el límite, como ha dicho un innombrable político, y vivir en clave de antagonista a un orden desordenante, oponiendo un caos positivo. En ese sentido es muy interesante lo que se dice en el prólogo del libro de Nassim Taleb: “Las cosas que se benefician del desorden”, hay que amar el viento, que apaga una vela pero aviva el fuego. En clave de revuelta, como los buenos opositores a Esquilache; no como un frío cálculo de tahures, sino aportando, desde aquí, el imprescindible componente épico.
¿Por qué hemos de considerar que el estado tiene un trasfondo demoníaco?
En el frontispicio del infierno de Dante se leía aquel abrumador aviso: los que entráis aquí, abandonad toda esperanza. Ese lasciate ogni speranza es muy similar aquí. Y a diferencia del Satán de Milton, aquí no se encuentra el brillo de la tragedia, sino más bien a ese Satán de las flores del mal de Baudelaire, como tedio, pesantez, aburrimiento. El Estado no procede según una inversión ética; en ese caso se podría proceder según la máxima de Bacon, que la verdad sale antes del error que de la confusión. El Estado procede como conformidad interna, modificación de lo sensible, internalización subjetiva; sustituye a la naturaleza y pulveriza las comunidades naturales en que el hombre se puede desarrollar. Las lealtades que crea no están ya en una legalidad exterior, sino en la interioridad de la producción de valor. Por eso se acerca mucho más al principio freudiano de realidad, como si fuese un superyó actuante en cada aspecto de la vida. Ahí radica, sin duda, su eficacia. Nadie duda de su presencia, aunque siempre está acompañado de ese olor a malestar. El profesor Álvaro D´Ors en su texto «Nacionalismo en crisis y regionalismo funcional» lo explicaba mucho mejor: el triunfo del Estado nación es la sustitución de la communitas christiana por el principio de las nacionalidades.
Un comentario
Francamente interesante… especialmente clarificador la parte de «¿Por qué hay cierto miedo a la economía de mercado por parte de algunos tradicionalistas?» la verdad es que lo explica muy bien y lo clava. Gracias a este señor….