El Estado de Alarma se prolongará, al menos, por otros quince días. Así lo anunció ayer, en su segunda exhibición de narcisismo cínico, el presidente Pedro Sánchez (en cierto modo, también incurrió en la autoflagelación verbal y mental).
Conforme a lo que figura en el papel de la ley, una prórroga de este estatus declaratorio requerirá de una mayoría parlamentaria que lo apruebe en el Congreso de los Diputados, cuya actividad ha quedado suspendida, bajo el pretexto de la cuarentena.
De no haber cambios ni adopción de una operativa telemática, todo podría continuar sin oportunidad de hacer alguna posible enmienda a la extensión de aplicación de ese decreto-ley (seguramente sea así; tragarán sin mucho problema, al menos, desde PP y C’s).
En cualquier caso, no es motivo de este ensayo la discusión sobre la mera prórroga o sobre determinadas actitudes políticas. Más bien vamos a incurrir en un análisis de un estado mental sociológico bastante notorio, al menos, en España.
La «cuarentena absoluta masiva» no causa la esperable desesperación
Por decirlo de alguna manera, podría decirse que la aceptación de las medidas de confinamiento político han sido aceptadas de una manera cuasi transversal (incluso por perfiles inesperados). La justificación es que algo hay que hacer para contrarrestar la epidemia.
En cuanto a «hacer algo», uno está de acuerdo, pero eso no implica que tenga que aplicar unos medios concretos. Dicho sea de nuevo que no se está negando la conveniencia de adoptar precauciones cuando corresponda, que hay que dejar hacer en pro del bien común, de la salud propia y ajena.
Pero uno se reserva el derecho a desconfiar de la «peligrosa benevolencia» del Estado de Alarma, dado que con la justificación de la contención y mitigación del virus, se está apreciando una oportunidad absoluta para estrangular a la sociedad, anulando su libre acción.
Eso sí, pese a que en otros territorios se hicieron las cosas mejor y que en países como Italia no está siendo, de momento, lo suficientemente efectivo ese confinamiento, no hay mucha preocupación social por los peligros de ese masivo control estatal.
Ciertamente me encuentro con críticos de las mentiras dictadas previamente por el frentepopulista gobierno central (no me voy a engañar), incluso con alguno que otro que está preocupado de los aprovechamientos del sentido del agitprop para, por ejemplo, colocar a Iglesias en el CNI.
De todos modos, es evidente que existe una sensación bastante considerable de «falsa inseguridad». Ya saben, se trata de ese sentimiento que en tanto que se pone de manifiesto, permite que el Estado vaya invadiendo una esfera mayor de la sociedad. Pero, ¿hay alguna explicación adicional?
Es algo normal cuando cuesta mantener la esperanza
Desgraciadamente, vivimos en una sociedad que, con la correspondiente colaboración de los poderes estatales, está despojándose de la fe, de la creencia en Dios (independientemente de la que pudiera ser la intensidad con la que se realizare la práctica religiosa).
Así pues, ignorados quedarían versículos evangélicos como esta consideración de San Pedro (1 3:15): «…sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros…».
Pero, ¿qué pasa entonces? Una persona puede sentirse agradecida a un Creador que siempre velará por su bien (en un entorno de libre albedrío), para lo cual puede rezar lo que corresponda, siguiendo un hábito preferiblemente rutinario.
De esta manera, podría tener también esperanza en el más allá, en la salvación y en otros factores orientados por la Divina Providencia. Pero como uno ha renunciado a ello, entonces acaba pensando en el corto plazo, pudiendo incluso encontrar menos sentido a lo del «bien común».
Ante todo ello, no es difícil que ante su innegable necesidad de «agarrarse» a algo (pese al atomismo que se busca promover), uno acabe confiando en la «falsa providencia» que se le intenta hacer creer por medio del Estado.
Sabido es que se busca articular una «falsa religión artificial» basada en loas al Estado. Pero ese ente no velará por nuestra libertad orientada al bien, sino que someterá al absoluto al individuo, coaccionándole y anulándole. Sabemos ya que se trata de una revolucionaria encarnación diabólica.