Ultimamente la izquierda recurre mucho al llamado “discurso del odio” para referirse a todo aquel al que quiere taparle la boca; sin embargo, ¿tiene otra cosa la izquierda que discurso del odio si a todo el que le lleva la contraria, según la ocasión y el tema, le considera un machista, un negacionista, un homófobo, un xenófobo o un fascista?
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Todo el que no es izquierdista es alguien que quiere que haya más pobres. Que quiere que los niños mueran en las puertas de los hospitales sin ser atendidos. Que la gente pase hambre. Que no se pueda protestar contra la pobreza y las injusticias. Que no haya libertad de expresión. Que las mujeres sean esclavas de los hombres y puedan ser violadas y asesinadas impunemente.
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Todo esto, que no es a estas alturas una descripción demasiado exagerada de la realidad incluso fuera de Twitter, no significa otra cosa sino que no ser de izquierdas es ser un hijo de puta. Si no se dice explícitamente, que con frecuencia se dice explícitamente, se dice implícitamente de manera constante. ¿Y no esto el discurso del odio más puro y duro? O sea, ¿se trata de conducir a la gente a pensar que todo el que no es de izquierdas es un hijo de puta para odiarlo o para darle un par de abrazos?
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El discurso del odio no es la excepción sino la norma en la izquierda. La izquierda no tiene de hecho otro discurso que no sea el discurso del odio. Si la izquierda quiere prohibir y castigar el discurso del odio, en realidad debería prohibirse a sí misma. El día que alguien piensa una sóla cosa en la que no esté de acuerdo con la izquierda, empieza a darse cuenta de que la izquierda es todo lo contrario del respeto y la tolerancia.
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El razonamiento por el que el discurso del odio va particularmente ligado a la izquierda política es porque cuando discrepas de las cosas que propone la izquierda no es que puedas estar equivocado, es que eres mala persona. Yendo un poco más lejos no es que seas una mala persona, es que eres un fascista. Y contra el fascismo, además, es legítima la autodefensa. No se puede ser tolerante con los intolerantes. La libertad y los derechos sólo se les pueden reconocer a quienes no quieren acabar con la libertad y los derechos. Es decir, la libertad y los derechos sólo se les pueden reconocer a las personas de izquierda. Por el contrario, la represión y la violencia son legítimas contra las personas que no son de izquierdas, ergo de derechas, ergo malvadas.
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Efectivamente hay una lógica en todo esto y es que efectivamente a los nazis quizá llegados a cierto punto hay que pararlos con algo más que con palabras. El problema es, ¿dónde está la frontera?¿Dónde se empieza a considerar nazi a alguien? Hace tiempo empezamos a asistir a un ensanchamiento de esa frontera en virtud de la cual nazi es todo el que le lleva la contraria a la izquierda en cualquier cosa. No hay partido a la derecha del PSOE al que en los últimos años no se le haya llamado fascista o socio de los fascistas.
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Paradójicamente, el peligro para la libertad y la democracia no viene sólo desde la extrema derecha. Es evidente que también la extrema izquierda es un peligro para la libertad y la democracia. Para empezar por todo lo que estamos diciendo, pero también si pensamos en los comunistas, los chavistas, los castristas, los GRAPO, los CDR o la ETA. ¿Es legítimo parar con algo más que palabras a todos estos? ¿Dónde empieza la frontera en la que se le tiene que empezar a considerar peligroso para la libertad y los derechos de los demás a un militante de la izquierda? ¿Es Pablo Iglesias una de esas personas? ¿Lo son los socios de Pedro Sánchez? ¿O eso no se debate?
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La izquierda no acepta que haya gente que sin más no está de acuerdo con sus ideas. Según la cosa con la que estés en desacuerdo con la izquierda eres un machista, un homófobo, un xenófobo, un tránsfobo, un corrupto, un fascista, un negacionista, un vascófobo, un catalanófobo… No puedes ser una persona decente y no estar de acuerdo con ellos en todo. Sin embargo, esto mismo debería cuestionar si no es la izquierda la intolerante y la del discurso del odio. Se echan de menos los tiempos en los que de alguien con el que estábamos en desacuerdo simplemente pensábamos que sólo estar equivocado. No digamos los tiempos en los que, en algunas raras ocasiones, hasta era uno mismo el que se planteaba si no era él el equivocado.