Liechtenstein: paradigma antiestatista, pero nada nihilista

Estamos hasta la saciedad de leer y escuchar, en medios y redes sociales, reivindicaciones de modelos político-económicos en los que imperan el relativismo y, en distintas medidas, el colectivismo es la norma. Pero no por ello, quienes componemos la familia libertaria, dentro de los que somos conscientes de que hay que combatir al socialismo en todas sus modalidades, vamos a abstenernos de reivindicar nuestros modelos.

Si otros nos hablan del modelo de Emmanuel Macron y Justin Trudeau, o reivindican la implementación de regímenes totalitarios del mismo corte que los que existen en Cuba, Nicaragua, Norcorea y Venezuela, nosotros vamos a tener lo que hay que tener para hablar del transalpino Principado de Liechtenstein, cuya superficie en kilómetros cuadrados no es muy distinta a la de la localidad-cuna del conquistador Pedro Cieza de León.

Este país europeo es más bien conocido por su escasa extensión territorial y, si acaso hay que añadir algo más, pues la relevancia y significancia de su monarquía, encabezada por Juan Adán II, bajo la regencia del príncipe Alois. Eso sí, nos vamos a centrar en su consideración como paradigma alternativo a la concepción de Estado como ente problemático, que ejerce el monopolio de la violencia, desde una perspectiva moral.

Para comenzar, hay que decir que los liechtensteinianos deben de confiar más en su monarca que en el sistema de dictadura de la mayoría (los referendos o consultas ciudadanas son bastante habituales en dicho país, igual que en la vecina Confederación Helvética, ese país a cuyo presidente nacional «nadie conoce»). Existe un derecho de veto siempre y cuando no se quiera revocar la jefatura del Estado.

«En caliente», alguien que no conozca muy bien la historia y situación de este país puede echarse las manos a la cabeza, de manera ingenua. Pero mientras que en España tenemos un hemiciclo plagado de colectivistas y socialistas, ese Liechtenstein donde el jefe del Estado no es, para nada, un mindundi, tiene una fiscalidad atractiva para las empresas y no te expolia tanto o más que una tercera parte de la renta mensual.

De hecho, los políticos que se alternan en las democracias -así como los dirigentes totalitarios- tienen una mentalidad cortoplacista, irresponsable y dirigista, y sea o no sea por vías golpistas, podemos decir que se instalan bajo los sistemas políticos que nos coaccionan unas élites y grupitos que buscarán su propio beneficio y mermarán las libertades de los ciudadanos.

Mientras, según el teórico libertario Hans-Hermann Hoppe, el nacimiento del Estado de Liechtenstein responde a sus teorías de gobierno privado, al resultar de la pacífica y pactada adquisición (compra) de un par de territorios. Considera a su vez que el monarca preferirá actuar conforme a los principios de la propiedad privada en vez de idear artificios y estrategias iuspositivistas.

Tampoco le interesará crear costosos ejércitos. Por ello, el expansionismo le resultará tan desinteresante como la férrea centralización. Y así es en este caso, en el que además, se respeta y garantiza el derecho de sus habitantes a desvincularse del Estado (nada tiene que ver esto con el falaz «derecho a la autodeterminación» de los colectivistas y expansionistas movimientos nacionalistas periféricos españoles).

Además, igual que unos progenitores no viven de trabajos que hagan sus hijos, el monarca liechtensteiniano no subsiste económicamente por medio de tributos pagados por los ciudadanos. De hecho, en su obra bibliográfica El Estado en el Tercer Milenio, busca acabar con la idea de la entidad monopolista, que es lo que caracteriza al Estado. Quiere que haya máxima competencia y nula gestión centralizada.

Cambiando de tercio, algunos pueden preocuparse por la conservación de los valores y tradiciones, y la defensa de las instituciones naturales. Sí, su falsa inseguridad les lleva a confiar en un Estado que no ha sido sino el mayor enemigo de la vida, la libertad y la tradición, así como del principio de subsidiariedad, que hemos de defender los católicos, y requiere una adecuada y bien entendida defensa de la descentralización.

Pero es que Liechtenstein es un país con alrededor de un 80% de ciudadanos católicos (la cifra no diferiría mucho de la de Polonia), dato que ya de por sí hace imposible considerar dicho territorio como un entorno bastante secular. Aunque bueno, también se es coherente en cuanto a ese compromiso católico de valoración de la santidad de la vida humana, con la «cooperación» del Principado.

En el año 2011, más del 50% de residentes del país votó en contra de la legalización del aborto (en caso de no haber sido así, habría habido un veto, tal y como anunció el Príncipe Alois, haciendo uso de su objeción de conciencia en defensa de la dignidad de los ciudadanos no nacidos y siendo plenamente consciente de la necesidad de respetar el derecho a la vida humana).

Esto responde, por ende, a dos factores: a una sociedad civil concienciada, cuya participación en la respectiva consulta electoral fue decisiva, y la no degeneración moral y materialista del Príncipe Alois, que prefirió defender la dignidad humana en vez de doblegarse ante cualquier lobby comprometido con las causas del marxismo cultural.

Por lo tanto, una vez explicado todo esto, hay que decir que el paradigma de Liechtenstein invalida las tesis que sacralizan la democracia y corrobora que el Estado moderno es un potencial enemigo de las libertades, la tradición y la dignidad humana, así como la importancia de la descentralización y la libre asociación no ya como freno al poder, sino como salvaguarda de la libertad moral, y la inconveniencia del cortoplacismo.

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