En los tiempos que corren, y con la Ley de Memoria Histórica amenazando sobre la libertad de expresión, hablar del franquismo es como para pensárselo dos veces. En realidad, a cierta edad, uno lo ha pensado ya unas cuantas veces; muchos lo han hecho, y muchos, muchísimos, han callado: este es el precio de la libertad de expresión en la democracia española.
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Cierto es que en los últimos tiempos ya están saliendo voces, como la del que fue presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, que paran los pies al charloteo maniqueo de la izquierda española, recordándole la persecución religiosa de las izquierdas en la Guerra Civil, que fue brutal. El relato de la Guerra y el de la Segunda República, vía televisión, cine y prensa, que son los abrumadores pesos pesados de la difusión en España, ha sido inaudito. Como escribió Mikel Azurmendi (escritor, exmiembro de ETA) en su prólogo a El requeté de Olite, es extraño que el relato oficial de una guerra no lo hayan hecho los vencedores, sino los vencidos. En realidad, no lo han hecho los vencidos, sino un nutrido grupo de aprovechados.
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Juzgar la Guerra Civil (lo que se dice “juzgar”) es ridículo: caemos inevitablemente en la simplificación y nos olvidamos de la complejidad del ser humano. (Otra cosa es la obligación de hacer Historia real.) Pero desenterrar a un muerto huele a revancha y a cobardía. Por eso, el ingenio popular ha sacado ya unos cuantos chistes en el que el dictador Franco alecciona al democrático Sánchez. Me pregunto si la Ley de Memoria Histórica va a perseguir a quienes los han soltado en las redes. Porque es evidente que, a fuerza de la ridiculez de la izquierda por despertar un revanchismo artificial, a fuerza de relativizar la unidad de España, a fuerza de reírse -hablo siempre pensando en los medios de comunicación- de cualquier idea que signifique patria y tradición, de manera casi inconsciente, lo que se llama “el pueblo”, o parte de él, está rehabilitando la figura de Franco.
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Poco a poco, se habla cada vez más del fraude que fue la Segunda República, del fraude electoral del 36, de la voluntad liberticida del Frente Popular, de las manifestaciones expresas de llevar la revolución del proletariado a España; y como, poco a poco, se van conociendo mejor los horrores del comunismo, ahora resulta que el dictador al que se le emparejaba con Hitler y Mussolini (lo cual es más exagerado que emparejar a Churchill o Roosevelt con Stalin), sale en los chistes. España caminaba abocada al Comunismo de Stalin, a cuyo orden trabajaban personajes tan conocidos y loados como la Pasionaria y Santiago Carrillo, que cada día tienen más detractores públicos, y ni el Gran Wyoming, creo, va a impedirlo. Ahora se empieza a difundir algo de la historia de sangre y terror que supuso el comunismo ya en esos años en que amenazaba a España. Ahora se empieza a difundir que en España no hubo apenas fascismo y que, desde luego, poco tenía que ver con lo que hoy sabemos de Hitler. Y la gente no olvida que con el franquismo se levantó el país; la gente no olvida que los que sí participaron en la guerra mayormente hicieron las paces y que el Movimiento acabó disolviéndose para dar paso (de la ley a la ley) a una democracia, “de manera pacífica” (siempre se dice así, y con razón).
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Detrás de toda esta mojiganga macabra de las exhumaciones no hay otro objetivo que deslegimitar la Constitución, que esa es la verdadera tesis de Sánchez, Podemos, nacionalistas y demás. Pero en último término, el pueblo que ríe con esos chistes de internet, consciente o no de este objetivo, está diciendo que frente a la demagogia del nuevo Frente Popular encabezado por Sánchez, Franco y lo que representa no fue tan malo como lo han pintado: por eso vuelven a pintarlo en los chistes, riéndose del último progre que nos ha tocado en gracia, después de González, Zapatero y el silente Rajoy.
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No sé si Sánchez sacará a Franco de su tumba (si es que está), pero tiene razón el Franco del chiste: de tu gobierno, Sánchez, ya han salido dos. Y Sánchez tiene pinta de que se va a tener que ir con su tesis debajo del brazo sin haber visto ni un escafoide.
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