San Gil y Cospedal

La semana pasada, María San Gil dio una conferencia organizada por la parroquia de San Nicolás. César Magaña, el párroco, nos presentó, con su habitual sentido del humor, el acto como un testimonio cristiano, aunque luego ella aclaró que la conferencia iba a versar sobre política. Fue una situación curiosa, porque San Gil se salió con la suya sin un ápice de incomodidad para ninguna de las partes; en el fondo, su testimonio no puede concebirse sin un sentido de la trascendencia. Arrancó la conferencia, en fin, de manera realmente divertida (yo me reí a carcajadas en más de una ocasión); el sentido del humor ha sido siempre un rasgo inequívoco de los grandes genios de la literatura y de la buena gente.

Sobra decir cualquier adjetivo que pueda resultar un tópico acerca de la persona de María San Gil: no se merece palabras vanas. Aquí sólo creo conveniente recordar tres aspectos fundamentales de su biografía, más allá de nuestras finuras ideológicas. El primero ya lo sabemos y siento pudor de mencionarlo. No sé cómo reaccionaría si a un amigo lo mataran a tiros a un metro de distancia. No lo sé. La mera suposición de que esta historia ocurrió (porque, en el fondo, nuestras mentes la arrumban en un limbo de irrealidad) me desarma por dentro, me hace temblar el espíritu y la carne, y la adrenalina no pregunta si está bien o mal: el odio es humano y, acaso, lo único que puede hacer luego sincero ese perdón del que hoy tanto se habla.

Un segundo aspecto de San Gil es su apuesta por la política después de ese asesinato: sobran las explicaciones; ¿qué podemos añadir a eso? ¿Qué hubiera hecho cualquiera en su lugar?

El tercero aspecto -dramático aspecto- es que el PP de Mariano Rajoy la ha barrido de la vida política activa.

No sé si María San Gil es una santa, si sería una excelente gestora, si podría liderar un partido en el País Vasco. Me atengo a lo que vi: una naturalidad incontestable, una sinceridad abisal. Llamarla héroe, en esta época en que las palabras se alabean y edulcoran tan a menudo, es entrar en el juego de los adjetivos, del sonsonete político. Porque María San Gil no es una política, no es una conferenciante, no es una disidente: ella misma se define a sí misma, sin necesidad de discurso prefabricado, con su testimonio.

Su análisis del PP es demoledor. Rajoy -asegura- no ha pactado con la ETA, pero ha continuado en el pacto que estableció Zapatero. Y un largo etcétera, que se resume en que la cúpula del partido ha traicionado los principios del PP. A mi pregunta de por qué, con ese panorama, no había abandonado el partido, me dijo que ella era del PP de Gregorio Ordóñez.

Ahí encontré la clave de esta sorprendente mujer. María San Gil es del Partido Popular que se la jugó en el peor momento. Y argumenta que en la base, en ciudades y pueblos, hay la mejor gente, con principios y preparación; gente que ningún otro partido tiene.

Dicho todo lo cual, permítame el lector que cambiemos, momentáneamente, de enfoque. A los pocos días escuchaba a María de Cospedal en una entrevista. Resumiré su intervención con una pregunta retórica que me salía a cada paso: ¿por qué creer a quienes gobernaron con mayoría absoluta que van a hacer ahora lo que nunca hicieron? Siento decirlo así, y no por especial antipatía hacia Cospedal, pero sus respuestas resultaron algo más que acartonadas, vacías o tópicas: fueron insultantes (y son suaves al lado de las de Soraya Sáenz de Santa María). En mayor o menor medida, siento lo mismo cuando escucho a cualquiera de los candidatos estos días, incluso al amable Pablo casado. Será que el que firma está demasiado enfadado como para escuchar palabras con ventilador cuando el balance ha sido un desastre: España en manos de la izquierda radical y de los nacionalistas, y, sobre todo, ninguna reforma importante que se creyó que el PP haría. ¿Por qué darles una oportunidad ahora?

Por eso creo que María San Gil está equivocada. Su entereza moral me impide enfadarme. Pero le seguiré diciendo lo mismo: no deberíamos confiar el centro derecha al Partido Popular. Yo me di de baja cuando soltaron a Bolinaga. La base será estupenda, pero la base, masivamente calló, a excepción de los que nos fuimos. Durante estos seis años ha callado ante lo que ha sido una traición en toda regla. Podemos hablar de todos esos argumentos -o sofismas- que los sociólogos recitan a la cabecera de la cama de los políticos, que se resumen en que España no está preparada para tener un gobierno de derechas. O podemos echarlos ya de una vez de la habitación, abrir las ventanas, salir de la habitación y de la casa si es preciso. Le dije a María San Gil que yo no podía seguir en un partido que me había convocado en las calles de Madrid contra Zapatero para luego rubricar todos y cada uno de sus desatinos de memoria histórica, homosexualismo, aborto, pacto con la ETA, independencia judicial, reforma tibia de la educación, prohibición del español… y, encima, cargándonos de impuestos.

La diferencia entre Cospedal y San Gil es que la primera ha contribuido a pilotar esa nave a la deriva y San Gil no: a San Gil la echaron por la borda, y ella se subió a un esquife. Pero San Gil sí continúa apoyando un proyecto que no ofrece ninguna garantía de renovación, y que ha hecho del miedo a la izquierda radical de Podemos uno de sus baluartes. Creo que a estas alturas del artículo no hace falta recordar ni mi respeto y admiración a San Gil ni mis mejores deseos para su vida política, si es que volviera a ese barco. Ella es bastante inteligente; sólo le pido que entienda mi desazón.

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Javier Horno

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